martes, 4 de mayo de 2010

IDENTIDAD


IV


sin levantar las cosas de sus quicios

lo tienen todo en proporcion dispuesto

los bellos mexicanos edificios.


¡Buen domingo, querido lector! ¿Recuerda usted estos versos de Bernardo de Balbuena, aquel amante de la primera México que logró aprehender el carácter propio de estas regiones? Hijo de un abogado criollo y enamoradizo dejó los brazos maternos en la lejana Valdepeñas. Llegó a tierras novohispanas en 1564, con apenas dos años de edad, y aquí vivió las dos terceras partes de su existencia. Estudió primero en Guadalajara y luego obtuvo la licenciatura en Artes y Teología en la Real y Pontificia Universidad de México. Poeta premiado en varios certámenes, su nombre adquirió fama y respeto. A los 24 años inició la carrera eclesiástica y hacia 1592 ya era clérigo presbítero, y capellán de la audiencia de Guadalajara. En octubre de 1602 se domicilia en la Ciudad de México. En 1604 presenta su Grandeza mexicana. En octubre de 1606 va a España y obtiene su doctorado en Santa Teología por la Universidad de Sigüenza. Allá mismo, en 1608, imprime su novela pastoril Siglo de Oro en las Selvas de Erífile. La apadrinan, entre otros, Lope de Vega y Francisco de Quevedo, grandes entre los grandes. En 1608 fue electo abad de Jamaica a donde llega al mediar 1610, y en 1620 ya es obispo de Puerto Rico. En 1624 logró ver la edición de su última obra literaria: El Bernardo o Victoria de Roncesvalles. Mil peripecias lo acompañaron durante su vida: pobreza, piratería, incendios. Murió el 11 de octubre de 1627. Sus restos descansan en la capilla de San Bernardo de la catedral de San Juan de Puerto Rico.


Este hombre tan importante, según se desprende de su biografía, vivió añorando su dulce patria mexicana, sus recuerdos en la inolvidable Guadalajara, sus estudios universitarios, sus paseos por la ciudad. En este género de remembranzas elogiosas y conmemorativas, Balbuena no es un innovador, sino un continuador de un noble hábito de las grandes metrópolis entre la gente bien nacida y letrada: la celebración de la ciudad en donde se ha nacido, o se vive, o se trabaja fue un signo de homenaje a la patria generosa que ha dado cobijo, a la ciudad que ha embellecido hermosas horas, a los edificios que han formado parte de la vida y del paisaje cotidiano y siempre amado, a los monumentos, a las fuentes, a los quioscos.


Pero vayamos a la obra que a nosotros, sus compatriotas, nos importa, su Grandeza mexicana. Bernardo ama a la ciudad que lo vio crecer. Ella también, día a día, cambia su imagen: con nuevas mansiones, con otras plazas, con distintos monumentos, con importantes iglesias, además de las necesarias adecuaciones que iba requiriendo la vida administrativa de la Nueva España. ¡Una ciudad en permanente construcción! ¡Qué trabajo para ubicar los cuarteles propuestos en los primeros planos! Arquitectos, alarifes, talladores, marmoleros, escultores, canteros, todos a una llevan en sus manos la creación de la nueva ciudad para la que se deseaba el mejor lucimiento en el mundo, porque se la amaba, porque se la respetaba, y porque quienes participaban en la tarea tenían conciencia de su propio ser, de su persona, de su identidad y de su diferencia respecto de las demás ciudades del mundo. Gran ejemplo, y muy digno de seguir, nos ofrece Bernardo de Balbuena.


Pasados los años o los siglos, cada piedra, cada sitiio, revelará un momento vivido por todos, por quienes aportaron los bienes materiales, por los que entregaron su visión artística, por quienes prefiguraron un diseño, por quienes sopesaron cada gramo de esfuerzo y tomaron las mejores decisiones. Respetar el sitio de cada parte integrante de las ciudades muestra una clara conciencia de identidad.


Y usted, amigo mío, ¿me leerá el próximo domingo? Gracias. Lo espero.


anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx

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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 14 de marzo de 2010).

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