viernes, 7 de mayo de 2010

CINCO DE MAYO


¡Buen domingo, querido lector! El miércoles próximo conmemoraremos un día glorioso para nuestra Patria: el cinco de mayo. Recordemos los sucesos. Era un momento de gran tensión en nuestro país: liberales y conservadores aspiran al control de la nación. En el escenario político se escuchan los nombres de Juárez, el liberal, y de Zuloaga, el reaccionario. Y en el campo de batalla, los de Santos Degollado y de González Ortega en el lado liberal, y los de Miramón y de Márquez en el conservador. El 1 de enero de 1861 el ejército liberal hace su entrada victoriosa en la capital de la República después de tres años de lucha: es el triunfo de la revolución de Reforma. La separación entre la iglesia y el estado es ahora un hecho definitivo. El 11 de enero entra el presidente Juárez en compañía de sus ministros y manifiesta a la nación su política liberal y reformadora. Al día siguiente, Melchor Ocampo, ministro de Relaciones, manda salir de la República al representante de España, Joaquín Francisco Pacheco; al del Vaticano, Luis Clementi; al de Guatemala, Felipe Neri del Barrio, y al de Ecuador, Francisco de P. Pastor, todos ellos favorecedores, “con su influencia moral”, de la administración conservadora. Cinco días después, el arzobispo de México y cuatro obispos más son desterrados del país. Pero pronto vuelve la lucha armada. El congreso de la Unión se instala en el mes de mayo. Melchor Ocampo es asesinado. Se pone precio a las cabezas de los asesinos: Zuloaga, Márquez, Mejía, Cobos, Vicario, Cajigas y Lozada. Mientras tanto, en este clima de guerra, tres hombres nefastos cocinan una monarquía para México: España, Inglaterra y Francia deberán intervenir a México. Manuel Doblado impide su llegada. España e Inglaterra aceptan. “Sólo Francia gritó: ¡Guerra!” Almonte instala su gobierno en México con ministros del partido conservador, y se inicia el conflicto con Francia. En Córdoba, los soldados franceses se preparan para marchar sobre la capital; el ejército mexicano, al mando del general Ignacio Zaragoza, se sitúa en las Cumbres de Acultzingo para impedirles el paso. Los franceses cruzan las líneas liberales y llegan a San Agustín del Palmar. Zaragoza reconcentra sus fuerzas en Puebla y allí, el cinco de mayo de 1862 tiene lugar el combate en el que el ejército republicano vence a los soldados de Napoleón III.


Este hecho en el que las armas mexicanas se cubrieron de gloria fue conmemorado por poetas y oradores. Uno de los poemas con mayor fervor y emotividad, es el que en 1873 escribió el coahuilense Manuel Acuña (1849-1873). Usted lo recuerda bien: su épica voz resuena aún en el campo patrio y se eleva, sublime, de entre las páginas de la historia. Permítame, caro lector, traer aquí algunas estrofas:


Tres eran, mas la Inglaterra volvió a lanzarse a las olas,

y las naves españolas tomaron rumbo a su tierra.

Sólo Francia gritó: “¡Guerra!”, Soñando, ¡oh Patria!, en vencerte.

Y de la infamia y la suerte sirviéndose en su provecho

se alzó erigiendo en derecho, el derecho del más fuerte.

. . . . .

Y llegó la hora, y el cielo nublado y oscurecido

desapareció escondido como en los pliegues de un velo.

La muerte tendió su vuelo sobre la espantada tierra,

y entre el francés que se aterra, y el mexicano iracundo,

se alzó estremeciendo al mundo tu inmenso grito de guerra.

Y allí el francés, el primero de los soldados del orbe,

el que en sus glorias absorbe todas las del mundo entero,

tres veces pálido y fiero se vio a correr obligado,

frente al pueblo denodado que para salvar tu nombre,

te dio un soldado en cada hombre ¡y un hombre en cada soldado!

. . . . .

¡Sí, Patria! Desde ese día tú no eres ya para el mundo

lo que en su desdén profundo la Europa se suponía;

desde entonces, Patria mía, has entrado a nueva era,

la era noble y duradera de la gloria y del progreso,

que bajan hoy como un beso de amor, sobre tu bandera.

Sobre esa insignia bendita que hoy viene a cubrir de flores

la gente que en sus amores en torno suyo se agita,

la que en la dicha infinita con que en tu suelo la clava

te jura, animosa y brava, como ante el francés un día,

morir por ti, Patria mía, primero que verte esclava.



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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tams., el 02 de mayo de 2010).


CIVIS ROMANUS SUM


¡Buen domingo, querido lector! La histórica frase “Soy ciudadano romano” era el mejor escudo en tierras del Imperio de los césares. Equivalía a proclamarse hombre libre y, por ello mismo, inatacable. Gracias a este privilegio se libró san Pablo de ser azotado y de sufrir tormento en Jerusalén. Pablo, a pesar de ser judío y oriundo de Tarso, era romano por haber sido admitida a la federación romana esa pequeña población del Asia Menor. En un pueblo donde había decidido predicar, fue arrestado y sentenciado a recibir azotes, pero cuando iba a infligírsele el castigo, dijo la frase sagrada. Inmediatamente se informó al jefe: “Ten cuidado de lo que haces, porque es ciudadano romano”. Y el capitán presuroso quiso confirmarlo “¿Eres romano?” “Sí y apelo al césar” Y el capitán contestó. “Si apelas al césar, al césar irás”. Y fue enviado a Roma.


A principios del siglo III todos los habitantes libres de las ciudades del imperio recibieron la ciudadanía romana. Aquello fue como la materialización del más caro anhelo perseguido por el hombre: la concepción de una comunidad capaz de sobrepasar las fronteras nacionales y vivir una paz universal. La idea no es romana, sino griega, y llegó a Roma por medio de su filosofía. Los romanos eran, ante todo, hombres de guerra: la guerra fue su expresión más natural. Su fama de conquistadores la debieron a su excelente condición de soldados, de seres en permanente disciplina y capaces del autodominio de sus apetitos más elementales, pero fundamentalmente de su convicción más profunda: el sentido de la ley y el orden vigilados por un sistema comprensivo de los principios de la justicia y de la equidad.


Ninguna otra nación en el mundo posee un tesoro de leyendas de heroísmo, devoción patriótica y desinteresada virtud comparable al de Roma. Ciertas o no, la importancia de estas historias radica en su significado, en los símbolos reflectores de un pensamiento perfectamente estructurado en sus ideales: patria, ciudad, gobierno, familia, todo ello aureolado por la paz, supremo anhelo heredado de Grecia que los enseñó a amar el pequeño coto, la mínima propiedad, el hogar que recibe los alimentos, las íntimas relaciones familiares, los dibujos de los jardines, las delicadas disciplinas hogareñas, el anhelo por un futuro mejor. Fue don peculiar de los griegos el percibir la belleza de las cosas familiares y cotidianas: su arte y su literatura, cuya preocupación principal era revelar esa belleza, son el gran ejemplo del clasicismo.


Conciencia de lo nacional, amor a la patria, concepto de la disciplina y del respeto a los ordenamientos sociales han permitido la supervivencia de las ciudades. Sin estos ingredientes morales todo edificio ciudadano se vendría abajo porque sus cimientos no tendrían solidez ni contexto, apenas lodosas bases de imposible fortaleza. ¿De dónde obtener tamañas virtudes? La respuesta es la de siempre: ¡de la educación!, pero de la educación vigorosa sustentada en bien fundados planes de estudio, verdaderos forjadores de hombres orgullosos de su condición de participantes de una estructura moral y social, cuya integridad depende de su conducta de ciudadanos, de modo que un día puedan decir, siguiendo el orgulloso lema de los romanos: soy ciudadano mexicano, a sabiendas de que este lema será su protección porque para ello se ha trabajado y honrado cada centímetro de la Patria.


¿Lo espero el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.


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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tams. el 25 de abril de 2010).


DIEZMO



Para Beatriz Caballero Collado, ciudadana ejemplar.



¡Buen domingo, querido lector! ¿Conoce usted la palabra diezmo? Consiste, según nos dice el Diccionario, en el “derecho del diez por ciento que se pagaba al rey sobre el valor de las mercaderías que se traficaban y llegaban a los puertos, o entraban y pasaban de un reino a otro.” Se trataba, pues, de una comisión por servicios prestados por una dependencia real. El diccionario también nos ofrece una segunda acepción: “Parte de los frutos, regularmente la décima, que pagaban los fieles a la Iglesia”. Vea usted, dice claramente: “pagaban”, es decir: ya no lo pagan, si bien la Iglesia lo sigue solicitando, y hay fieles (“cristiano que acata las normas de la Iglesia”) muy cumplidores de ese mandato.


No pertenezco a ninguna iglesia, pero si he asistido algunas veces a ellas en calidad de invitada. Allí he observado el momento de la ofrenda, cuando las canastillas se disponen a la recepción de las monedas. Según la ubicación de la iglesia es el tipo de monedas: en algunas, sólo tristes monedas sonantes; en otras, humildes y silenciosos billetes, por lo general de baja denominación aun en los recintos domiciliados en zonas de alto poder económico. Como consecuencia de estas visitas esporádicas he percibido una falta de amor al no ofrecer cantidades más altas a la iglesia: he visto a damas y caballeros muy distinguidos que se visten de disimulo cuando pasa la canastilla.


Me es inevitable reflexionar: ¿qué se obtiene al asistir a la iglesia? Presenciar una misa es disfrutar, dicho con todo respeto, de una ceremonia en la que, se participa de distintas maneras; se goza de un lugar cómodo, con buena iluminación, con aire acondicionado, con música, y cuando el sacerdote pronuncia el Ite missa est viene la parte social: allí se encuentra a los amigos, se comentan los últimos sucesos, se lucen las ropas elegantes, se deja ver el estatus, etc. Y todo esto, pienso yo, ¿es gratis?, ¿no es acaso una variante de las actividades que se realizan en los clubes sociales o deportivos? Allí también se participa de un espectáculo, se está cómodo con todos los beneficios de la vida elegante y cuando ha concluido el evento del día, hay quienes se encaminan hacia el bar o al comedor para socializar. Sólo veo una diferencia. En el club se paga una cuota; en la iglesia, no. En la iglesia se recibe todo gratuitamente, y no hay una oficina que reclame el costo. En el club se debe pagar o se suspende la membresía. El club es una empresa comercial; la iglesia es una empresa espiritual.


Independientemente de todo concepto religioso, permítame recurrir a este hecho como símil de otros en los que, con religión o sin religión, todos participamos:


Nuestra ciudad nos ofrece todo, y si bien pagamos impuestos por servicios especiales, la ciudad, en cuanto parques, edificios, rincones, plazas, calles, jardines, espacios, toda ella, la ciudad entera, se nos da gratuitamente, con amor: podemos salir todos los días a pisar sus baldosas; a pasear a nuestros perros; a columpiar a los niños en los balancines del parque; a sentarnos en las bancas y buscar la paz en nuestras reconditeces; a disfrutar de algún espectáculo público; a escuchar música; a encontrarnos con los amigos o, tan sólo, a darle las buenas tardes a la algarabía pajarera. Sí, caro lector, al igual que la iglesia, la ciudad no nos exige un diezmo. ¿Verdad que es feo eso de darnos por bien servidos sin que seamos capaces de corresponder? Actualmente, el diezmo significa, para los creyentes, un día de trabajo. Y ¿no podríamos hacer lo mismo con nuestra ciudad?, ¿no podríamos trabajar para ella un día, tan sólo un día, con amor? ¿No sentimos la necesidad de entregarle ese diezmo para su mejor lucimiento, para su limpieza, para su belleza, para su integridad? Sé de ciudadanos que sí lo hacen. Loados sean.


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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tams., el 18 de abril de 2010).