viernes, 7 de mayo de 2010

AMOR CIUDADANO


¡Buen domingo, querido lector! No cabe duda: todas las relaciones que en el mundo existen marchan íntimamente ligadas al Amor. Para comprender a Platón en sus plurivalentes diálogos, conviene siempre empezar por el de Fedro cuya belleza de estilo ha inclinado a sus estudiosos a considerarlo como uno de los primeros que el filósofo escribió, quizá después de “El banquete”. Ambos diálogos van casi de la mano en cuanto su preocupación por el Amor y por la Belleza, temas que, aún en contemporáneos reflexionadores, parecen compartir una hermandad inefable.


Ciertamente, el Amor y la Belleza suelen confundirse en ese justo momento en el que la admiración se hace suprema y surge la devoción. Es obvio: cada uno de nosotros se rige por los cánones heredados de una cultura familiar, social, temporal, enriquecidos con la dosis personal de preferencias que nuestra propia historia va aportando. Es sumamente difícil definir ambos términos; el propio Platón rehuyó tal tarea. Nuestra manía encasilladora, pragmática, buscadora de pesos específicos, nos impide llegar a lo esencial, y nos obliga a olvidar que el Amor y la Belleza son, ineluctablemente, sustancias indefinibles cuya propiedad ambicionamos para, en nuestra ingenuidad casi imperdonable, sentirnos dueños de su significado y de sus luces bienhechoras.


La esencialidad de estas dos emociones-sensaciones ha dado lugar a su irradiación hacia todos los puntos de nuestra existencia y de nuestro entorno. Quizá por esto, Amor y Belleza sean voces aplicables a la Naturaleza, a las personas, a los animales, a los objetos, ¡y a las ciudades! Sí, a las ciudades. Ellas nos brindan el hábitat munífico para nuestra existencia, nos ofrecen un estilo de vida, nos guían en nuestra manera de pensar y de sentir y de admirar y de amar. Ellas guardan en cada uno de sus poros el recuerdo de las etapas de nuestra vida, de nuestros triunfos, de nuestros fracasos.


Sócrates prefirió beber la cicuta antes de ir al exilio y no ver más a su amada Atenas. Ciudadano ejemplar, consideraba a su ciudad como a la madre generosa que le había dado cobijo, amor y belleza. Cada una de sus baldosas conservaba el resonar de sus sandalias. Cada rincón le había proporcionado perspectivas gozosas de su maravillosa arquitectura. Y así cada plaza, cada edificio, cada piedra… siempre bienamadas.


Pero hay ciudades, ¡pobres ciudades!, que no poseen hijos amorosos. Busco y rebusco y no hallo los motivos de este increíble e inexplicable desamor. ¿Por qué hay ciudades victimadas por la inverosímil confabulación entre autoridades y ciudadanos para el común desprestigio? ¿Cuál es ese maligno placer de saberse malos, sucios, negativos? ¿Por qué convertir en ideario casi único y repetitivo las desgracias sociales?


¿No sería mejor volver a observar los propios bienes, reconocer las victorias, admirar las posesiones, y saberse buenos, honrados, limpios y dispuestos a amar a la ciudad y a responsabilizarse de su fama ante el mundo? ¿O no lo cree usted así?


anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx

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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tams., el 04 de abril de 2010).

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