lunes, 15 de febrero de 2010

LOPE DE VEGA


¡Buen domingo, querido lector! Hemos disfrutado de la puesta en escena de Fuente Ovejuna, pieza obligatoria en nuestra escarcela cultural. Así pues, recordemos al madrileño Lope de Vega (1562-1635), de quien todos sabemos que fue un portento intelectual (a los cinco años leía perfectamente latín y español), que tuvo una vida amorosa demasiado intensa, y que se ordenó sacerdote aunque sin abandonar sus conflictos eróticos. Pero junto a estos azares, Lope alcanzó en vida una fama casi mítica con la consiguiente envidia de las luminarias de su época. Lope fue el escritor más fecundo de las letras españolas: tocó todos los géneros, excepto la novela picaresca. Expresó su lirismo particularmente en su poesía: con Quevedo y Góngora se ubica en la cumbre de los mayores sonetistas. ¿Recuerda usted su “Definición del amor”?


Pues este poeta fue un insigne comediógrafo y, al igual que García Lorca, supo capturar la vibración que el pueblo deja en cada uno de sus actos y de sus pensamientos. No desdeñó teñir su escritura con jirones de su propia vida. Pero, por sobre la infinitud de todo su trabajo, Lope es el gran creador del teatro nacional español: él fijó el patrón formal de la comedia en tres actos. Su inspiración procede del riquísimo venero de la historia maridado con la lírica popular; el resultado es obvio: su teatro es la mejor fuente para conocer a la sociedad española de los siglos xvi y xvii, y fue tan rica su materia y tan fácil su estro que escribió mil ochocientas comedias y, según sus estudiosos afirman, algunas fueron realizadas en veinticuatro horas. Sólo se conservan unos quinientos títulos, clasificadas en religiosos, mitológicos, pastoriles e históricos. En este último grupo destacan tres de permanente presencia en el repertorio dramático universal: Fuente Ovejuna, Peribáñez y el comendador de Ocaña y El caballero de Olmedo. En ellas bulle el espíritu nacional y sus más caros principios: el honor y la justicia, grandes valores representativos de la inmortal esencia del pueblo.


Lope de Vega no fue sólo un escritor de novelas, poesías y dramas: como resultado de su experiencia frente al manejo de las tramas y los personajes, nos dejó un texto de intención didáctica: El arte nuevo de hacer comedias (1609); allí expone su teoría teatral y su perspectiva estética, si bien su estructura revela una clara influencia horaciana con la variante moderna de saber entregar al público el derecho al juicio crítico.


Estamos de plácemes: la Compañía de Teatro del Espacio Cultural Metropolitano ha presentado Fuente Ovejuna, con la impecable dirección de la maestra Sandra Muñoz. Sus actores, ya expertos en estas lides (los recordamos bien en su inolvidable La casa de Bernarda Alba), realizan una difícil conjunción de drama y de ballet. Su escenografía, sobria y elemental hasta sus máximos límites, soporta en los cuerpos y en las voces de los actores toda la responsabilidad de la obra. Sus cuerpos, instrumentos de permanente expresión, se deslizan en un breve escenario que recuerda los primeros “corrales” donde las antiguas representaciones tuvieron su asiento. Su dicción, aún en proceso de perfeccionamiento, lucha celosamente con los versos acompasados del autor, que necesitan claridad, emoción y, especialmente en esta comedia, gran agresividad para encontrar en el público el cómplice ideal, primera meta del escritor. Ya se escuchan, en esta joven compañía, algunas voces sonorosas y emotividades dignas de actores consumados. ¡Felicitaciones al Espacio Cultural Metropolitano por el buen éxito de su compañía teatral!


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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 14 de febrero de 2010).

DISIDENTES


¡Buen domingo, querido lector! Hay palabras cuyo transcurso alebrestado ha ganado para ellas alguna mala fama, y conviene –me parece– restituirles su original valor. Éste es el caso de disidir. Según dice el Diccionario, disidir significa “separarse de una creencia o conducta o doctrina común”, esto es: no estar de acuerdo con los conceptos generalmente sostenidos por una sociedad, una empresa, una institución o, simplemente, un grupo familiar. A todos nos ha sucedido el no estar de acuerdo con. Y esto es explicable. Cada uno de nosotros tiene una historia personal que incluye desde nuestra estatura, raza y nacionalidad, hasta la clase social, educación recibida en el hogar –en el caso de haberlo tenido–, nivel de instrucción alcanzado y, naturalmente, las aficiones o las preferencias personales, desde las gastronómicas hasta las sexuales. Estos datos nos otorgan una especie de tarjeta de identidad donde se manifiestan nuestras simpatías y nuestras diferencias: es nuestra individualidad. Pues bien, esa individualidad nos compromete a ejercer el derecho de pensar, de generar nuestras propias ideas y, naturalmente, de aceptar o repugnar tales o cuales principios aunque éstos vengan de voces famosas o principales.


Es muy fácil decir en una mayoría que dice , o decir NO en una mayoría que dice NO. ¿Por qué? Pues porque no es sencillo ir en contra de las mayorías aunque sepamos bien que las mayorías ¡nunca!, por ser mayorías, tendrán la razón. No sólo no es sencillo, también puede ser peligroso. Además, el decir cuando todos dicen nos ahorra el acto de pensar y nos instala en esa acomodaticia mediocridad que suele lanzar al hombre a toda clase de precipicios. Ser mediocre significa ser “de calidad media”, y ni siquiera se relaciona con la magnífica aurea mediocritas horaciana, esa mediocridad dorada, ese término medio cuya tranquilidad es preferible a cualquier estado superior engañoso y, desde luego, riesgoso.


Pero ¿qué pasaría si, por la comodidad de no hacer trabajar nuestro intelecto, o por el miedo a responsabilizarnos de nuestras ideas, apoyamos a las mayorías sólo porque son mayorías? Sí, así es, en un cierto tiempo nos habremos convertido en seres automatizados en hechos y en actitudes: nos habremos mecanizado. Por el contrario, las miradas que contemplan los problemas desde otros ángulos, las que se ubican en otras perspectivas, las que hacen un alto en los aspectos no detectados, las que poseen claridad en sus convicciones, son las que ejercen la disidencia.


Es obvio: la disidencia tiene sus bemoles. Debemos ser cautos cuando escuchamos su voz. Disidir no es caer en la anarquía propugnadora de la desaparición del Estado y de todo poder. ¡Cuidado! No, no se trata de ir en contra de la autoridad ni del orden social. No. Tampoco induce hacia el desconcierto o a la incoherencia o al barullo. No. Disidir es el sagrado derecho a “no estar de acuerdo”, el derecho a expresar el punto de vista personal y el derecho a ser escuchados.


¿Quiénes son los disidentes? Quizá todos: todos los que no estén de acuerdo con las peligrosas mayorías, siempre y cuando que su disidencia esté fundamentada. No olvidemos que nuestra visión será más clara mientras menos ignorantes seamos, mientras más amemos a nuestra Madre Naturaleza, mientras más respetemos a la sociedad, a sus individuos y a sus leyes, mientras más comprendamos al hombre y sus derechos, mientras más conozcamos nuestra historia, mientras de manera más alerta mantengamos un perenne diálogo con nuestro entorno. Estas condiciones autorizarán siempre cualquier disidencia. ¿O no lo cree usted así?


Y dígame, nos veremos aquí el próximo domingo? Gracias. Lo espero.


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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 07 de febrero de 2010).


jueves, 4 de febrero de 2010

MISTAGOGOS


¡Buen domingo, querido lector! Todo conocimiento requiere de una iniciación, pero de una sabia iniciación. Así nos sucede en todos los aspectos de la vida, desde nuestras primeras exploraciones ante cada movimiento o ante cada color hasta nuestra intuición de las delicadas y complejas leyes del Universo. La gentilidad grecorromana, pendiente de mantener su panteón en activo, conservó en secreto el sacramento de las leyes físicas, aparentemente elementales, para que siempre fueran apreciadas en su grandeza. Sólo a sus cofrades les fue revelada la verdad esencial: su posesión significaba pertenencia. Para llegar a la sublimación de esa verdad y de sus leyes básicas, era necesario un fortalecimiento espiritual, un “estar en el secreto”, un compartir los orígenes de la hermandad con los que “sabían”. La verdad nunca ha sido un bien destinado a todos y no debía popularizarse: los ejercicios iniciáticos señalarían a quienes fueran dignos de poseerla. Para no equivocarse en la elección de los “sacerdotes”, la iniciación estaba a cargo de los mistagogos. Pasada la gentilidad, las distintas iglesias del mundo han seguido esta práctica valiéndose de catequistas, explicadores o iluminadores de todo aquello que, bien observado, no tiene más incógnita que el general espíritu de bien cuya meta es el respeto por nuestro entorno y la continuidad de la vida. Entender las mitologías sectarias es asunto fácil para quien ha recibido una sabia instrucción.


El siglo xxi ha amplificado los conceptos: los modernos mistagogos son los expertos introductores en cada una de las etapas de la humana existencia: primeramente, la madre; ella transmite a su hijo las inaugurales informaciones que darán sentido a ese parvo ser cuya vida habrá de enfrentar al mundo y sus certezas. Después, los versados en cada uno de los espacios del aprendizaje, desde las primeras letras hasta la infinitud de las ideas, desbastarán las diferentes vías de la cultura y dotarán a cada individuo de los necesarios instrumentos decodificadores. Los especialistas en los protocolos políticos allanarán los caminos de las naciones según las necesidades de los aspirantes. En los entreveros sociales se irá de la mano de los encargados de entronizar a quienes deseen participar de ellos. Así en las ciencias, así en las artes, así en la cultura en general. Cada profesión, oficio o actividad, tiene sus propios símbolos, sus signos particulares, sus códigos secretos. Nuestro planeta se rige por normas que si bien no están al alcance de todos, sí están a la disposición de quien aspire, respetuosamente, acercarse a ellas. El triunfo en la vida o el buen éxito en una carrera profesional empieza bajo el amparo de los mistagogos adecuados.


Pero hay también mistagogos silenciosos: son lo que muy pocas veces reciben el crédito o el agradecimiento que suele otorgarse a un profesional; son los que abren sus páginas y ofrendan el mundo: son los libros. Ellos nos invitan, nos llaman y nos donan tanto como nosotros queramos o podamos recibir. Los límites los marcamos nosotros. Estos mistagogos silenciosos, hoy muy amenazados por los mistagogos virtuales, son la matriz forjadora de nuestro intelecto, en la ciencia, en el arte, en la técnica. Mantengamos vivo su hogar, las bibliotecas, para que cumplan la función a la que fueron destinados. Dejemos que nos entreguen sus páginas generosas y nos obsequien su sabiduría. Ellos son los mistagogos que nos permitirán la mejor comprensión del Universo.


¿Me leerá la próxima semana? Gracias, aquí lo espero.


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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 31 de enero de 2010)