martes, 26 de enero de 2010

DISCULPAR, PERDONAR


¡Buen domingo, querido lector! Casi a diario, escucho una frase un tanto fatigosa a la que, particularmente las damas, le están dando un valor de código moral muy lejano de su realidad semántica: ¡Hay que saber perdonar! Esta frase, dicha en un tono de beatitud, asusta. ¿Qué actos encubre? El termómetro de las ofensas o de los delitos o de los daños o simplemente el de las faltas, tiene un muy amplio y minucioso espectro. ¿Por qué se le da a la palabra perdonar tanto valor como si fuera casi la llave maestra del Reino de los Cielos? ¿Usted sabe qué clase de faltas deben ser perdonadas? ¿No estaremos confundiendo la tal palabra con la casi inofensiva disculpar? Veamos qué nos dice el Diccionario de la lengua:



disculpar: “Dar razones o pruebas que descarguen de una culpa o delito. // No tomar en cuenta o perdonar las faltas y omisiones que alguien comete. // Pedir indulgencia por lo que ha causado o puede causar daño.”



disculpa: “Razón que se da o causa que se alega para excusar o purgar una culpa.



perdonar: Del latín per y donare, dar. Dicho de quien ha sido perjudicado por ello: Remitir la deuda, ofensa, falta, delito u otra cosa. // Exceptuar a alguien de lo que comúnmente se hace con todos, o eximirle de la obligación que tiene [como el pago de impuestos a ciertos beneficiados]. // Renunciar a un derecho, goce o disfrute.


María Moliner, en su Diccionario de uso del español, nos dice:


Perdonar: Renunciar alguien voluntariamente a castigar una falta, delito u ofensa o a cobrar una deuda. No guardar resentimiento ni responder con reciprocidad cuando se recibe un agravio o se es objeto de falta de la estimación o el cariño por parte de alguien. // Se usa muy frecuentemente en frases de excusa cuando se causa alguna molestia involuntariamente.

En estas definiciones sólo veo un concepto cuyo significado es la capacidad de no tener en cuenta desde las faltas de delicadeza ajenas hasta el incumplimiento del pago de los impuestos fiscales. Explicablemente, no se mencionan los grandes daños: los crímenes contra la vida, los deterioros a los bienes o el atentado al buen nombre de las personas pertenecen al campo delictivo y están ampliamente contemplados en el derecho civil y en el derecho penal, y son las autoridades competentes quienes aplicarán la pena correspondiente en cada caso: los delitos de esa naturaleza se persiguen de oficio.

¿Por qué insistir en esto del perdón? Si el castigo de las infracciones gordas incumbe a las autoridades, y la disculpa de las sencillitas es una verdadera bobería, ¿con qué estamos asociando la palabra perdón? Seamos precisos: Si alguien entra a mi casa a matar, a robar o a difamarme, no lo castigaré personalmente, a pesar de mis enormes deseos de hacerlo, pero sí llamaré a la policía y ella se hará cargo (¡eso espero!), y de ninguna manera me sentiré en la obligación moral de perdonar al delincuente, y de darle una palmadita de aprobación: si lo hago estoy estimulando la comisión de tropelías en mi hogar a sabiendas de que cualquiera será eximido de toda culpa. Es obvio: el delincuente debe recibir el castigo al que se ha hecho acreedor. O, ¿usted que haría después de que le vaciaron la caja fuerte o le dejaron su casa tinta en sangre o se llevaron el refrigerador y el marido? ¿Perdonaría? ¿Llamaría a la policía? No, no me conteste, pero estará de acuerdo conmigo en que el ¡hay que saber perdonar! es una expresión con muchas aristas, y una cosa es decirla y otra cumplirla? ¿O usted está dispuesto o dispuesta a poner la otra mejilla?, ¿está seguro?, o ¿de qué delitos estamos hablando?

¿Lo espero la próxima semana? Gracias. Aquí estaré.


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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 24 de enero de 2010)

domingo, 17 de enero de 2010

SEGUNDAS LECTURAS


¡Buen domingo, querido lector! ¿Por qué hay ciertos libros que, después de leerlos, no deseamos separarnos de ellos y los guardamos cerca de nosotros, en la mesa de noche o en el escritorio de trabajo? Eso no lo hacemos con todos los libros. Sí, amigo mío, hay libros para releer, para meditar, para detenernos en las ideas, en las palabras: ellos encierran cierta almendra deliciosa que nos llama, que nos atrae.

¿Cuál es el proceso de nuestra lectura? En la primera, por lo general, nos enteramos del contenido; si deseamos apreciar con más justeza algunas ideas que nos han alertado, debemos releer algunas líneas, algunas frases. ¿Cómo sabemos cuáles son? Porque hay líneas o frases que brillan entre los millones de letras que pululan frente a nosotros: sus luces poseen una especial coincidencia con nuestro cerebro, con nuestras emociones, con nuestros sentimientos. A esas páginas, fatalmente, volveremos para aplicarles una segunda lectura, o tercera o cuarta o las necesarias para confirmar nuestra complicidad con ellas, porque no sólo se aposentaron en nuestra inteligencia, sino que cavaron hondamente en nuestro corazón. Así, en la profundidad de ciertos párrafos, comulgamos con el autor.

Cada lectura posterior a la primera nos permitirá avanzar un peldaño más en su comprensión. Cada acercamiento nos conducirá a los distintos niveles que ofrece un escritor. Permítame un ejemplo: Si leemos una novela, lo primero que recibimos es la anécdota y, si hemos sido atentos, se nos manifestará su proclividad temática que, de manera especular, nos ofrece el escritor, si es un buen representante de su época. Una segunda lectura nos adentrará en niveles más recónditos o adláteres: el reflejo del trasfondo social evidente en las interrelaciones de los personajes; el descubrimiento de algunos símbolos, esos en los que, inevitablemente, se transforman los personajes bien diseñados; el reflejo de la critica social que cabalga en cada vocablo, en cada movimiento; el de la inmersión en el gran contexto urbano, eco máximo del palpitar de una ciudad o de la respiración de una sociedad en sus polifacéticos avatares; y, tal vez, podamos escalar un nivel más: el del lenguaje y sus secretos, el de las palabras, el de las voces, el modo del autor al uncir y maridar ideas y sonidos, el de los juegos retóricos y sus efectos, reflejo magnífico del oficio de escritor y de su voluntad de estilo.


Es posible tocar estos niveles en una segunda lectura, o quizá necesitemos otra u otras más: eso dependerá de nuestro interés en la obra, de nuestra experiencia como lectores, de nuestras horas aprendidas en el quehacer del vivir cotidiano. En alguno de estos pasos nos descubriremos confabulados con el autor, y nos hermanaremos con él por nuestra coincidencia ideológica, por nuestras comunes aficiones o, tan sólo, por nuestro placer en la magia del lenguaje.


Noè Jitrik ha dicho: “Me encerré durante los días de la Semana Santa de 1949 y leí las Obras Completas de Dostoiewski de un tirón; salí enfermo y curado al mismo tiempo.” ¡Qué certeza! La lectura, para todo lector honesto, obliga a enfrentar las propias verdades, a hacer el recuento del camino transcurrido, a revisar las metas personales. Cada escritor es el verdadero confesor de los lectores honrados.


Las segundas lecturas, caro amigo, son el encuentro con nosotros mismos: somos el autor, somos sus temas, somos sus palabras. Cada historia contada es nuestra historia. Leer es contemplarnos en otras voces. ¿O no lo cree usted así?


¿Y me leerá el próximo domingo? Gracias. Lo espero.


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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 17 de enero de 2010)


domingo, 10 de enero de 2010

EL ARTE DE OBSERVAR

¡Buen domingo, querido lector! En su Arte de la ficción, Robert Louis Stevenson nos habla de lo extraños que permanecemos ante el mundo sólo por no saber observar: arte que no recibimos como enseñanza obligatoria. “He conocido a quienes han andado por todo el mundo sin ver nada: no, nada en absoluto”, y nos recuerda a Emerson cuando éste afirmaba: “un viajero nunca se lleva nada de un lugar excepto lo que ya llevó consigo.” Es verdad: el aprendizaje de la observación no produce ningún beneficio económico y, por ende, no nos hemos detenido en ella. Esto es lamentable: sin ella no seguiremos el camino hacia el conocimiento más sencillo de todos, el de nuestro entorno, desde los objetos más sencillos, hasta la grandeza de los Elementos. ¿Quién de nosotros podría precisar con exactitud cómo es la lluvia?, ¿podríamos narrar a una persona invidente cómo es el mar, cómo la arena?, ¿cómo sus texturas y sus aromas? ¿Sabríamos diferenciar cromáticamente el cielo de otoño del cielo primaveral? ¿Quién habrá mirado con tanta atención de modo que sus palabras puedan sustituir a los pinceles y llevar a otros ojos las maravillas a su alcance?


Lo sé muy bien: todo lo tenemos en las fotografías magníficas ofrecidas por los libros de arte o los dedicados a la Naturaleza en cualquiera de sus reinos. Y me pregunto ¿un libro me dirá cómo es el viento? Y cuando regreso de un viaje, ¿qué he traído de él para ofrecer a mis amigos?, ¿me conformaré con mostrar mis pobres tarjetas postales compradas por docena a la puerta de todos los museos del mundo? Y luego, ¿qué vivirá en mi recuerdo si en realidad no observé nada, si no retuve nada, si nada me llevé de aquellas horas vividas y tristemente desperdiciadas?


Pero tampoco hace falta viajar: ¿recordaríamos cómo es físicamente el libro que hemos concluido esta mañana?, cuál su tamaño, su peso, su portada, su editorial...


Muchas veces he preguntado a los dueños de hermosos jardines algo relativo a sus plantas, a sus flores, y ni siquiera las conocen por su nombre. Éste es un fenómeno constante en quién no observa porque no sabe hacerlo, porque no se lo enseñaron o, penosamente, porque no le fomentaron el interés por sus propias circunstancias.


Sí, observar es interesarse en nuestro derredor, conocerlo y, quizá, amarlo. Estoy segura: todos sabemos observar, pero sólo lo conveniente por razones profesionales o de algún otro orden como el político, el económico o el histórico, entre otros. Pero, ¿solemos detenernos en lo que no nos entrega ningún beneficio material?, ¿no podríamos pensar en los dones espirituales que nos puede obsequiar este hecho? Quizá, si fuéramos observadores, amaríamos a nuestro planeta, a nuestro continente, a nuestro país, a nuestra ciudad, a nuestra casa, a nuestros amigos, a nuestra familia y, sí, querido lector, a nosotros mismos.


Vamos a ver, ¿usted sabe de qué color son los ojos de sus amigos? Le hago esta pregunta porque, estoy segura de que sí conoce el color y los matices de los ojos de la compañera o el compañero de su vida. Si usted quiere adquirir una prenda para combinarla con un determinado traje, ¿sería capaz de identificar su tono exacto, sobre todo cuando la empleada le muestra toda una gama de posibilidades del mismo color?


Lo invito, caro amigo, a iniciarse en el hermoso ejercicio de la observación para no caer en el terrible juicio de Stevenson.


¿Y me leerá el próximo domingo? Gracias. Aquí lo espero.


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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 10 de enero de 2010)

jueves, 7 de enero de 2010

INICIACIÓN


¡Buen domingo, querido lector! Acudamos al llamado del año joven lleno de energía y de proyectos, a la espera de compartir con él muchas horas eficaces y entusiastas. ¡Así sea!

Pero dígame, ¿ya tiene usted sus planes de iniciación para 2010? Sí, me refiero a esos secretos que deseamos o necesitamos descubrir en esas horas del día cuando el mundo nos pertenecerá por completo. ¿Algunos ejemplos? ¿Qué le parece un breve curso de Astronomía: conocer las galaxias, acercarse a las grandes constelaciones, codearse con Orión, contemplar la Vía Láctea? ¿No cree que sería excitante navegar en su nave privada y recorrer el inmensurable espacio del Universo. Si le interesa, en todas las bibliotecas hay bellísimos manuales que lo conducirán, como de la mano, al encuentro de la Astronomía. ¡Son fascinantes!

Pero si usted no es de espíritu aventurero, ¿no le agradaría iniciar un romance con México y, asumiendo que, según Eric Fromm, el conocimiento es la primera norma para amar (las otras tres son : cuidado, respeto y responsabilidad), ¿por qué no repasar nuestra historia? Somos herederos de quienes participaron en ella. Todos los hechos nos serán familiares: los vivimos en la sangre y en la carne de nuestros antepasados: los llevamos impresos en nuestros genes. ¿No le gustaría volver a contemplar al Padre de la Patria en los heroicos momentos en los que convocaba a la Libertad al amparo del Sagrado Pendón de Guadalupe ondeante en sus manos? ¿No quisiera escuchar la potente voz de mando del general Nicolás Bravo, director del Colegio Militar, luchar hombro con hombro con los héroes niños en la heroica gesta del Castillo de Chapultepec? ¿No le parecería maravilloso admirar a aquellos diez mil hombres –sangre y pólvora–, comandados por el coronel Porfirio Díaz, entrar triunfantes a la Ciudad de México después del malhadado sitio de Querétaro? ¡Por favor, dígame que sí! Ser iniciado en la historia de nuestro México es un privilegio irrenunciable. Si se interesa en enamorarse apasionadamente de nuestra Patria, le recomiendo la Historia general de México publicada por El Colegio de México. Puede leerla en cualquier biblioteca, pero yo le sugiero, aquí entre nos, que se la compre: será su mejor inversión del año.

Pero si por sus venas no corren los ardores patrios y, en cambio, posee un espíritu delicuescente, más seducido por las tentaciones del arte que por los ritmos guerreros, ¿no lo tienta iniciarse en ese vocabulario opulento y sensorial de la crítica estética cuando comenta las obras de arte? Si es éste el caso, le recomiendo cualquier diccionario de términos técnicos en bellas artes o cualquier título semejante. Allí sabrá que “dividir” no es una operación aritmética, sino partir, separar, disgregar el interés de un cuadro; no concentrar suficientemente los efectos de luz, sino distraer la atención, solicitar a los ojos en muchos puntos a la vez. Esta información vestirá su habla con palabras precisas y elegantes. Aquí conocerá usted cuáles son los requisitos para hacer un retrato, las diferencias entre las medallas, la historia de la mayólica, los distintos tipos de columnas. Y si usted ejerce alguna expresión artística, disfrutará grandemente estas páginas.

Sólo he mencionado tres posibilidades, pero son innumerables. ¿Qué me dice de la música?, ¿de la pintura?, ¿de la moda? En fin, cualquiera de nuestras bibliotecas lo auxiliará a hallar nuevos mundos para 2010. ¡Le deseo un feliz viaje!

Y, por supuesto, querido lector, ¡buen camino para la realización de sus metas en su propio 2010!

Pero dígame, ¿me leerá el próximo domingo? Gracias. Lo espero.

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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 03 de enero de 2010)
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ESFUMINO


¡Buen domingo, querido lector! Estoy segura: usted conoce esta voz, pero aplicada a las artes pictóricas. ¿Recuerda? Nuestro profesor de Historia del Arte nos dijo que, con el sfumato, Leonardo logró la fluidez de las líneas y suavizó las maneras duras y angulosas de los primitivos, pero sin perder su consistencia. Cierto, para Leonardo fue muy importante la exactitud del dibujo y el refinamiento de los contornos, pero todo envuelto con el fundido del modelado y el claroscuro: lo sfumato. Esta técnica nulificó las asperezas más evidentes, espiritualizó toda materia, dulcificó las sequedades. ¿Recuerda usted cómo nuestro profesor de dibujo nos hacía aplicar el lápiz esfumino sobre nuestros incipientes bosquejos para darles un aire de realidad?, ¿vuelve usted a sentir aquella ligereza, como de saúco, pasar levemente por el papel y desvanecer de inmediato las ofensas cometidas a la hoja en blanco?
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El diccionario nos dice: difuminar es “desvanecer o esfumar las líneas o colores con el difumino.” Y en segunda acepción: “hacer perder claridad o intensidad.” ¡Importantísima definición! Y, sobre todo, aplicable a tantas cosas.
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Cada diciembre, cuando el año ya prepara sus maletas para el viaje definitivo, llevándose en ellas jirones de nuestra vida, recuerdo aquel sfumato de las lecciones secundarianas y su inevitable efecto en todos los sucesos acaecidos en los 365 días del año por concluir. Hemos padecido ausencias definitivas y pérdidas irrecuperables, cierto, pero hoy, a punto de dar la bienvenida al año joven y lleno de proyectos, las circunstancias que sacudieron nuestra vida se han difuminado. No, no las hemos borrado, no podríamos, sólo hemos tajado las aristas ingratas: al llevarlas con nosotros todo el año, las hemos hecho partícipes de nuestra vida, las hemos integrado a nuestra historia y a nuestras memorias. ¿Acaso las penas asumidas, aceptadas, recordadas cien veces, pierden por arte del esfumino todos sus filos agresivos?, ¿es ésa la labor del Tiempo? ¡El Tiempo, el Gran Esfumino! Y, ¿por qué sólo nos sucede con las cosas tristes o desagradables?, ¿por qué no esfuminamos las alegrías?, ¿por qué son las primeras en acudir vivamente cuando el año agoniza? Es indudable: somos proclives a olvidar lo desagradable a pesar de que arrastre con él experiencias valiosas: quizá a eso se debe nuestro constante tropezar con las mismas piedras.
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Este razonamiento tal vez sea válido si reconocemos el beneficio de una autodefensa instintiva protectora de todo mal: suceso, emoción, sensación. Y, ¿no sería mejor concientizar nuestros actos, no aplicar el esfumino automáticamente y recordar aun lo que no deseamos recordar? Sí, sí, estoy de acuerdo con usted, caro lector, esto nos conduciría a la depresión o a la locura: no podríamos existir con tanta insania, sobre todo si hemos padecido un año un tanto difícil. Aceptemos: el esfumino gratuito es un regalo de nuestra Madre Naturaleza, aunque hayamos madurado y la experiencia nos haya enriquecido. Pensemos positivamente y guardemos en un lugar privilegiado ese esfumino tan necesario para sobrevivir.
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Amigo lector, le deseo que su esfumino le haya sido propicio y logre disfrutar de una gozosa celebración de Año Nuevo. ¡Que el favor de los dioses sea siempre con usted!
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¿Y me leerá el próximo año? Gracias. Lo espero.
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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 27 de diciembre de 2009)
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LOS CUENTOS POLICIACOS

¡Buen domingo, querido lector! Me ha escrito doña Herminia Llerena, maestra de literatura y ¡aficionada a la narrativa policiaca! La felicito, maestra, este género agudiza poderosamente nuestra capacidad deductiva, estimula nuestras posibilidades analíticas y, como bien ha dicho María Elvira Bermúdez, especialista en la materia, nos anima a disfrutar, desde el punto de vista estético, de los laberintos creados por las mentalidades delincuentes.
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Me solicita usted una bibliografía del tema, y yo me permito sugerirle de inmediato una antología imprescindible: Los mejores cuentos policiales. Selección de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. La primera edición es de 1962. Actualmente, la ha reeditado Alianza/Emecé, El Libro de Bolsillo. Tengo a la vista la reimpresión de 2008 en dos volúmenes. Importa recordar que Bioy Casares y Borges, bajo el seudónimo H. Bustos Domecq, firmaron juntos algunos textos de este género, como “Las doce figuras del mundo”. que encontrará en la antología citada. Pero es el momento de precisar algunos puntos en los que coinciden los estudiosos y, aunque se trata de generalidades, vale la pena tenerlas en cuenta a la hora de las lecturas: 1. El término policial corresponde a las actividades de la policía, como institución, en la vida real. 2. El término policiaco pertenece a las narraciones literarias. 3. El requisito fundamental de un cuento policiaco no es el delito ni la investigación detectivesca, sino la manera de cómo el autor conforma el enigma propuesto y mantiene el suspenso. 4. En los cuentos policiacos debe haber policías. 5. Los delitos llamados pasionales y los que tienen como base temática la violencia física no son cuentos policiacos clásicos: pertenecen al llamado género negro. 6. El fundador de la narrativa policiaca fue Edgar Allan Poe. 7. El gran continuador fue sir Arthur Conan Doyle con sus personajes Sherlock Holmes y Watson, cuyas figuras dieron lugar a la creación posterior de los detectives-investigadores que han poblado la literatura y el cine hasta nuestros días.
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La antología de Bioy Casares y Borges incluye a Nathaniel Hawthorne, Edgar Allan Poe, Robert Louis Stevenson, Arthur Conan Doyle, Jack London, Agatha Christie, Graham Greene, Dickson Carr, William Faulkner, Gilbert K. Chesterton, Ryunosuke Akutagawa, Ellery Queen, Borges, Manuel Peyrou, Silvina Ocampo, entre los de mayor fama.
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Por conducir en sus páginas un reflejo de la mala salud social, la literatura policiaca ha recibido innumerables desprecios. Cierto, pero también reconozcamos que sus raíces se aferran a una vieja tradición literaria: la presencia del héroe (policía, detective o investigador) que, a riesgo de su vida, se empecina en descubrir al culpable y reivindicar a la víctima, acto emblemático de la más bella de las palabras en todas las lenguas: justicia. No es otro el motivo que ha llevado a la literatura policiaca a una presencia permanente en las letras universales.
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En cuanto literatura, la policiaca no es ajena a dos principios básicos: 1, la anécdota sólo es el tronco sólido del que han de pender motivos y circunstancias reflejadoras de la realidad social. Y 2, desde el punto de vista de la crítica textual, la construcción del discurso (selección de voces, orden de ideas, manejo de recursos retóricos y literarios) es la que permite el disfrute estético de toda obra, meta principal del texto artístico. Lo invito a leer literatura policiaca.
Y usted, ¿me leerá el próximo domingo? Gracias. Lo espero.
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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 20 de diciembre de 2009)
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DEL GÉNERO POLICIACO


¡Buen domingo, querido lector! La narrativa policiaca mexicana no ha perdido una sola décima de popularidad. Es más, Miguel G. Rodríguez Lozano, experto en el tema, dice que la publicación de la novela El complot mongol, de Rafael Bernal, en 1969 “fue un punto culminante de un proceso que a lo largo de los años se ha afianzado gradualmente”. No olvidemos que ha sido un género frecuentado por Jorge Ibargüengoitia (Dos crímenes) y Carlos Fuentes (La cabeza de la hidra).
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Tengo a la vista Escena del crimen. Estudios sobre narrativa policiaca mexicana. Reúne nueve ensayos. Me detengo en el de Frida Rodríguez Gándara: “La literatura policiaca mexicana. Una mirada desde las antologías de cuento” donde pretende “señalar cómo se ha presentado y transformado la producción narrativa durante 42 años de escritura del género negro en el siglo XX”. Como usted sabe, las antologías nos ofrecen una mirada general sobre el tema o sobre algunos aspectos de él. Y eso es lo importante de este ensayo: comenta las cuatro antologías de cuento policiaco mexicano publicadas durante la segunda mitad del siglo XX, mismas que “guardan parte de la historia de la narrativa del género en nuestro país”. Ellas son: Los mejores cuentos policiacos mexicanos (1955) y Cuento policiaco mexicano. Breve antología (1987), ambas de María Elvira Bermúdez. En la primera de estas obras, cuya intención era evidentemente de divulgación, la antologadora se proponía mostrar “textos de autores mexicanos que tenían como principal protagonista a un detective para resolver el caso”. Aquí son evidentes el delito, el móvil, el arma homicida, el lugar del crimen y la solución. Participan en la antología: Antonio Helú, “el pionero y padre del género en México”, Rafael Bernal, “el mejor exponente del género policiaco”, Pepe Martínez de la Vega, “el humorista de este género”, y la propia María Elvira. En la segunda, cuyo prólogo es importantísimo por su intento de “establecer las reglas del relato detectivesco”, participan siete autores: Helú, Bernal, Rubén Salazar Mallén, Salvador Reyes Nevares, José Revueltas, José Emilio Pacheco y Vicente Leñero.

El cuento policial mexicano (1982), de Vicente Francisco Torres, tuvo la intención de “entregar al lector una antología primordialmente de cuentos policiacos más que de autores canónicos.” Reconoce, además que “después de las reflexiones que hizo Alfonso Reyes en 1945, Bermúdez es la segunda en México en atribuirle un valor estético a la narrativa policiaca […] y hace referencia a los trabajos teóricos mexicanos, entre ellos los de Xavier Villaurrutia (1946), Antonio Helú (1981) y Carlos Monsiváis (1973).” Contiene diez relatos de: Rafael Solana, Helú, Bermúdez, Bernal, Raymundo Quiroz, Vicente Fe Álvarez, Pepe Martínez de la Vega, Juan E. Closas, Rafael Ramírez Heredia y Luis Arturo Ramos.
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Cuentos policiacos mexicanos. Lo mejor del género en nuestro país (1997), de Paco Ignacio Taibo II y Víctor Ronquillo, está integrada por diez “cuentos neopoliciacos” es decir, donde “los políticos y los delincuentes confluyen en los relatos en una imbricación que se parece sospechosamente a nuestra realidad”. Participan: Ramírez Heredia, Eugenio Aguirre, Miriam Laurini, Taibo II, Agustín Sánchez González, Gabriel Trujillo Muñoz, Gerardo Segura, Rolo Diez, Víctor Ronquillo y Mauricio-José Shwarz.

En fin, querido lector, si es usted aficionado a este género, tiene aquí un verdadero haz de textos policiacos calificados como los más representativos de nuestro siglo XX.
¿Y me leerá el próximo domingo? Gracias. Aquí lo espero.
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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 13 de diciembre de 2009)
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