viernes, 7 de mayo de 2010

CIVIS ROMANUS SUM


¡Buen domingo, querido lector! La histórica frase “Soy ciudadano romano” era el mejor escudo en tierras del Imperio de los césares. Equivalía a proclamarse hombre libre y, por ello mismo, inatacable. Gracias a este privilegio se libró san Pablo de ser azotado y de sufrir tormento en Jerusalén. Pablo, a pesar de ser judío y oriundo de Tarso, era romano por haber sido admitida a la federación romana esa pequeña población del Asia Menor. En un pueblo donde había decidido predicar, fue arrestado y sentenciado a recibir azotes, pero cuando iba a infligírsele el castigo, dijo la frase sagrada. Inmediatamente se informó al jefe: “Ten cuidado de lo que haces, porque es ciudadano romano”. Y el capitán presuroso quiso confirmarlo “¿Eres romano?” “Sí y apelo al césar” Y el capitán contestó. “Si apelas al césar, al césar irás”. Y fue enviado a Roma.


A principios del siglo III todos los habitantes libres de las ciudades del imperio recibieron la ciudadanía romana. Aquello fue como la materialización del más caro anhelo perseguido por el hombre: la concepción de una comunidad capaz de sobrepasar las fronteras nacionales y vivir una paz universal. La idea no es romana, sino griega, y llegó a Roma por medio de su filosofía. Los romanos eran, ante todo, hombres de guerra: la guerra fue su expresión más natural. Su fama de conquistadores la debieron a su excelente condición de soldados, de seres en permanente disciplina y capaces del autodominio de sus apetitos más elementales, pero fundamentalmente de su convicción más profunda: el sentido de la ley y el orden vigilados por un sistema comprensivo de los principios de la justicia y de la equidad.


Ninguna otra nación en el mundo posee un tesoro de leyendas de heroísmo, devoción patriótica y desinteresada virtud comparable al de Roma. Ciertas o no, la importancia de estas historias radica en su significado, en los símbolos reflectores de un pensamiento perfectamente estructurado en sus ideales: patria, ciudad, gobierno, familia, todo ello aureolado por la paz, supremo anhelo heredado de Grecia que los enseñó a amar el pequeño coto, la mínima propiedad, el hogar que recibe los alimentos, las íntimas relaciones familiares, los dibujos de los jardines, las delicadas disciplinas hogareñas, el anhelo por un futuro mejor. Fue don peculiar de los griegos el percibir la belleza de las cosas familiares y cotidianas: su arte y su literatura, cuya preocupación principal era revelar esa belleza, son el gran ejemplo del clasicismo.


Conciencia de lo nacional, amor a la patria, concepto de la disciplina y del respeto a los ordenamientos sociales han permitido la supervivencia de las ciudades. Sin estos ingredientes morales todo edificio ciudadano se vendría abajo porque sus cimientos no tendrían solidez ni contexto, apenas lodosas bases de imposible fortaleza. ¿De dónde obtener tamañas virtudes? La respuesta es la de siempre: ¡de la educación!, pero de la educación vigorosa sustentada en bien fundados planes de estudio, verdaderos forjadores de hombres orgullosos de su condición de participantes de una estructura moral y social, cuya integridad depende de su conducta de ciudadanos, de modo que un día puedan decir, siguiendo el orgulloso lema de los romanos: soy ciudadano mexicano, a sabiendas de que este lema será su protección porque para ello se ha trabajado y honrado cada centímetro de la Patria.


¿Lo espero el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.


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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tams. el 25 de abril de 2010).


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