sábado, 31 de enero de 2009

GRANDEZA MEXICANA


¡Buen domingo, querido lector! Don Francisco Monterde, en su prólogo a la Grandeza mexicana, de Bernardo de Balbuena, dice que ésta es “una de las mejores obras de poesía, del siglo XVII”, impresa por primera vez en 1604, y reeditada en 1860 por Andrade y Escalante. Es uno de los poemas cuyo conocimiento debemos al siglo XX y desde ese siglo las apreciaciones fueron más justas.

Valdepeñas, provincia de Ciudad Real, cuyo paisaje evoca a La Mancha, legendosa ciudad vivida por el Quijote y, naturalmente, por Cervantes, vio nacer a Bernardo por allá de 1561 o 1562. Eran, sin duda, tiempos en que la presencia hispánica se afincaba bravamente en nuestras tierras americanas, pero ya pretendiendo un color propio, ya con una necesidad de independencia de otras ideas, de otros gobiernos, de otras aficiones. Y Bernardo, de origen ilegítimo, llega a nosotros a sus dos años de edad, bajo la desventura del abandono materno y la poca atención del paterno. Y si no nació criollo, bien mereció serlo: aquí surgió su vocación humanista y abrevó sediento en fuentes renacentistas, se enamoró de estos lares y aquí le fue creciendo una enorme necesidad de gloria, de renombre, de fama, todos cumplidos por su esfuerzo de ambicioso hombre de letras y de ideales.

Su Grandeza mexicana, epístola en tercetos endecasílabos, obedece a una intención de amor: “describir las excelencias de la Ciudad de México” –la más rica joya de la corona de España–, a la señora doña Isabel de Tovar y Guzmán, a quien conoció en la villa de San Miguel de Culiacán. Y él mismo nos informa de su caro sentimiento hacia la ciudad que le dio albergue y a la que abandonó para recibir dos nombramientos importantes: Abad Mayor de Jamaica, primero, y Obispo de Puerto Rico, después. El poema nace de sus entrañas como un deber de quien, extranjero, recibió en estas tierras honores y consideraciones sin igual. Agradecido, describe “las grandezas y admirables partes de esta insigne y poderosa Ciudad de México a quien por mil nobles respetos he sido siempre aficionado y debía hacer algún servicio”.

Pero no pensemos que cuando Balbuena elogia a nuestra ciudad lo hace sólo por agradecimiento de huésped de muchos años –ya sabemos que no todos se comportan así–, sino por un natural convencimiento ante la majestad de esta metrópoli, elogiada ya en la corte peninsular. En el “argumento” de la obra, resume sus propósitos:

De la famosa México el asiento,
origen y grandeza de edificios,
caballos, calles, trato, cumplimiento,
letras, virtudes, variedad de oficios,
regalos, ocasiones de contento,
primavera inmortal y sus indicios,
gobierno ilustre, religión, estado,
todo en este discurso está cifrado.

A fe de buen cronista y narrador, Balbuena nos ofrece versos imperecederos que dibujan el mejor cuadro de la ciudad amada y respetada: la opulenta belleza de esa primera México inmortal, patria de los primeros mexicanos. En un resumen de sólo ocho versos, el poeta ofrece las emociones primerizas, los descubrimientos asombrosos, las sensaciones novedosas del nacer de una ciudad, pero de una ciudad que cabalga entre dos continentes, dispuesta a ser una sola: Brota el jazmín, las plantas reverdecen. / En este paraíso mexicano su asiento y corte la frescura ha puesto. / Aquí, señora, el cielo de su mano parece que escogió huertos pensiles, y quiso él mismo ser el hortelano. / Todo el año es aquí mayo y abriles… / Las espumas de aljófares se erizan sobre los granos de oro… / Aquí retoza el gamo, allí el erizo de madroños y púrpura cargado.

Si, amigo lector, estamos ante la voz del corazón inflamado de un poeta que canta a la tierra que le dio Patria y cobijo y grandeza. En justo recuerdo, rindamos homenaje a Bernardo de Balbuena, poeta nuestro con la reciedumbre ya propia de los nuevos mexicanos, cuyo sitio aún hoy, a cuatrocientos años de su vida, reconocemos.

¿Y me leerá el próximo domingo? Gracias, lo espero.

(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam., el 25 de enero de 2009)

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