martes, 1 de diciembre de 2009

DEJEMOS QUE LOS HUÉSPEDES PARTAN


¡Buen domingo, querido lector! ¿Ha hecho usted un conteo de las palabras huéspedes alojadas por nuestra lengua y que, después de visitarnos, les impedimos que se vayan de nuestro ya tan empobrecido vocabulario? No, no crea usted que es porque las amamos. No. Es porque no amamos a nuestra lengua. Y me temo que tampoco amamos a nuestra Patria. Vea usted, nos encanta hablar del “jálogüin”, y permítame escribir estas palabras fonéticamente porque deseo, con verdadero entusiasmo, que alguna de las personas acostumbradas a tener demasiados huéspedes en su habla cotidiana me lea hoy. Lo sé bien: esas personas sólo saben pronunciar las voces extranjeras, pero no saben escribirlas. Es decir, estamos ante el caso de una penetración lingüística absolutamente oral, no proveniente de la instrucción en lengua inglesa, sino de lo oído aquí y allá y luego repetido irresponsablemente. Dicho esto, volvamos al “jálogüin”, pero agreguémosle los consabidos y repetidos “o key”, “ba bay”, “yes” y, a veces, hasta “yes mai diar”; no se diga aquello de “of cors”, shur”, “nais” y hasta “¡o mai got!”.


El habla, es decir, el ejercicio de nuestra lengua aplicado cotidianamente por nosotros como individuos y como partícipes de una comunidad, es un inevitable reflejo de nuestra cultura: de nuestra historia. Usted y yo, amigo lector, hemos sido testigos del gran interés en negar esa historia. Así lo vemos en los programas escolares, en la música fomentada en las instituciones educativas de todos los niveles, en la música de ambientación en los medios televisivos y radiofónicos. Y, por supuesto, en los anuncios de casas comerciales: los salones de belleza prefieren llamarse Beauty Salon, y las cafeterías, Peter’s, como si esos modos lingüísticos las dotaran de un refinamiento que no encuentran en nuestra lengua. Y usted y yo, amigo mío, ¿cuántas veces hemos comentado que hacemos nuestras compras en “eich i bi”, aunque veamos con claridad supina un letrero espectacular que dice muy, pero muy claramente: H E B. ¿No sería más digno pronunciar “ache e be”? ¿Por qué entregarnos de manera tan entusiasta a cualquier jirón extranjero?


Pero volvamos al meollo de la cuestión: el desamor. ¿Tan mal nos ha tratado la Patria que ya no hallamos la manera de deshacernos de nuestras palabras para dar cabida a las que apenas aparecidas en la frontera ya son bienvenidas con palmas y banderolas?, ¿o acaso nuestro desamor nos ha llevado no sólo al desconocimiento geográfico de la Patria sino también al ninguneo de nuestra lengua? A ver, ¿cuántas ciudades de Europa, Oriente e Hispanoamérica en general conoce usted?, ¿y cuántas de nuestra República Mexicana?, ¿conoce San Luis Potosí, Zacatecas, Mérida, Colima, Chilpancingo, Guanajuato, Hermosillo, Oaxaca, Saltillo, Monterrey, Guadalajara? Pues así es, mi amigo, “conocemos” Europa y nunca nos hemos azorado ante la Barranca del Cobre; nos jactamos de haber visitado los bosques austriacos y no somos capaces de disfrutar las mágicas delicias del Cañón del Sumidero.


Pero hay algo más grave: con verdadera fruición buscamos en nuestro pasado un abolengo europeo, pero no me refiero al inevitablemente padecido a causa de la Conquista en el siglo xvi. No, me refiero a la negación de nuestras evidentes raíces y a la adoración de una genealogía extranjera. ¿No se llama a esto desamor?, ¿por qué nos avergonzamos de nuestro color, de nuestra lengua, de nuestra cultura? ¿Usted tiene alguna respuesta, querido lector?


¿Y me leerá el próximo domingo? Muchas gracias. Aquí lo espero.

anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx

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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 29 de noviembre de 2009)

CALENDARIOS Y ALMANAQUES

¡Buen domingo, querido lector! Hace ciento dieciséis años Manuel Gutiérrez Nájera, próximo ya el final de 1893, lamentaba el gran interés de la sociedad por los calendarios, y el olvido absoluto de los almanaques:


En las capitales de Europa, en los Estados Unidos y tal vez en la Argentina […] este mes tan cariñoso, tan simpático y, en algunos países, tan frío, que se llama diciembre, es el de los almanaques lujosos y el de los libros nuevos y elegantes; es el mes de las grandes ediciones; es el agosto de las librerías. Cada periódico ilustrado exhibe en las vitrinas su ejemplar de Noël, de Navidad; la casa Hetzel en París, y muchas otras casas en París y en Londres y en Madrid y en Bruselas y en Nueva York y en todas partes, publican libros para regalos, para las damas, para los niños, para los pobres, para la mitad del mundo y para la otra mitad y un poco más; los autores de nombradía se juntan y da cada uno un cuento, una poesía, un dibujo, una página de música, una escena de drama inédito, un pensamiento para contribuir a la formación de un florilegio o cosa parecida, que se imprime con primorosa delicadeza; abundan los almanaques más caprichosos, más extravagantes, más exquisitos, más artísticos, y tal parece que el buen público se apresura a hacer su provisión de libros para las veladas largas del invierno; tal parece que siente la necesidad de ser caritativo y pródigo con los que ama, dándoles cosas bellas para que las lean o las vean y las admiren.


Y es verdad, entre nosotros el calendario es útil y hasta necesario: lo hemos convertido en nuestra agenda. Pero el almanaque es inmensamente sospechoso: no ofrece “nada útil”. Pero empecemos por comentar cuáles son esas diferencias


El Diccionario nos dice, en su primera acepción: el calendario es un “sistema de representación del paso de los días, agrupados en unidades superiores, como semanas, meses, años, etc.” Pero sólo eso: el registro del paso del tiempo.


¿Y el almanaque? Bueno pues el almanaque es, además de calendario, “una publicación anual que recoge datos, noticias o escritos de diverso carácter: almanaque de teatros, político, gastronómico, etc.” Y es aquí donde entra la queja najeriana relativa a nuestra falta de interés por estos delicados bombones para el espíritu. En efecto, los europeos gustan de asociar el tiempo con ciertas actividades gozosas y memorables de esos gratísimos sucesos vividos por una comunidad, y, sobre todo, leer reflexiones relativas a ese pasado que fue presente. Y esto es lo que no nos gusta a los mexicanos, pero no hay una buena razón para explicarlo: tenemos una historia magnífica y gloriosa, si bien hemos padecido nuestra porción de desdichas inevitables.


¿No cree usted, caro lector, que bien podríamos seguir los buenos ejemplos y aficionarnos a los almanaques, es decir, a la remembranza, a la delicia de la reflexión, a la planificación del futuro, aunque sea sólo una vez al año? ¿No le gustaría recibir en el fin de “un año más”, algunos buenos deseos muy galanos envueltos en prosa elegante y gallarda y, por supuesto, breve? ¿No cree que vale la pena rejuvenecer ciertas viejas costumbres y entrar en la elegancia de las ideas?


¿Lo espero el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.

anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx

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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 22 de noviembre de 2009)