lunes, 13 de julio de 2009

PEGASO


¡Buen domingo, querido lector! Si usted gusta de leer sobre nuestros años llamados coloniales, permítame recomendarle un libro que lo acercará a todos esos importantísimos detalles olvidados por las historias. Me refiero a EL PEGASO O EL MUNDO BARROCO NOVOHISPANO EN EL SIGLO XVII, de Guillermo Tovar de Teresa, publicado en 2006 por la editorial española Renacimiento. Tres eruditos en la materia introducen la obra: David Brading, historiador inglés especialista en nuestro México, desde la Colonia hasta la Revolución Mexicana; José Pascual Buxó, distinguido investigador mexicano de las letras novohispanas, miembro de la Academia de la Lengua, y Jacques Lafaye, historiador, humanista e hispanista francés.

La meta de este ensayo es explicar el porqué la fuente del patio principal del Palacio Nacional de la Ciudad de México está coronada por un Pegaso, motivo considerado como parte del proyecto de restauración del citado edificio. La respuesta es llana, pero no tanto: se trató de volver a su sitio una figura que ya había presidido ese claustro en el siglo XVII. Así lo informa, en 1666, Isidro Sariñana y Cuenca en El llanto de Occidente en el ocaso del más claro Sol de las Españas, volumen dedicado a las exequias del rey Felipe IV.

Los habitantes novohispanos, expertos en descodificar símbolos y jeroglíficos, disfrutaban y sabían valerse de los elementos barrocos para expresar su descontento criollo. Pero, ¿por qué eligieron un Pegaso? Pues, según escribió Enrico Martínez en su Repertorio de los tiempos (1606), “la constelación que rige a Nueva España, y en particular a la Ciudad de México, es la de Pegaso”. Por otra parte, en 1615, en el primer tomo de su Monarquía Indiana, fray Juan de Torquemada afirma: “según su etimología en lengua mexicana, pegaso significa fuente o manantial”. De manera coincidente, la raíz griega de pegaso también quiere decir “fuente o manantial”. Si estos informes no fueran suficientes, se puede añadir lo que el bachiller Arias de Villalobos canta en su Mercurio (1623); allí nos recuerda que el “sitio donde fue fundada la capital novohispana, cuando el águila se posó sobre el nopal, lo hizo en los manantiales de agua de ese famoso lago, que esto significa Mexitli, en lengua indiana”.

Así, teniendo en cuenta que Pegaso, tanto en náhuatl como en griego, significa lo mismo y, además, a estas regiones les corresponde la constelación del caballo alado en los mapas celestes, Guillermo Tovar de Teresa llega a la mejor de las conclusiones: Pegaso significa México y éste fundamento lo lleva a la cúspide de la fuente del Palacio Virreinal en 1625, justo un año después del motín de 1624, inicio de “una toma de conciencia nacional”.
Aquel magnífico siglo tuvo la gloria de ser vivido por grandes mexicanos cuya intuición de una nueva Patria les permitió establecer las diferencias propiciatorias que habrían de dar lugar a una nación independiente: sor Juana Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza y Góngora, verdaderos adelantados en la ideología independentista. En sus textos, ellos no acuden a los elementos europeos y prefieren las insignias y los lemas de la historia prehispánica, y orgullosamente afirman: “no es necesario mendigar héroes ajenos a nuestra tradición histórica”. Sigüenza, autor trilingüe (español, latín, náhuatl) de preclaras convicciones nacionalistas, fue el único autor novohispano “que en tres siglos” usó la figura del Pegaso en sus obras, actitud confirmativa del significado de la fuente: es un emblema alusivo al amor de aquellos primeros mexicanos por su Patria.

Tovar de Teresa también considera que el título madrileño de la primera edición, de la poesía de Sor Juana: Inundación Castálida (1689), se debe a Pegaso porque éste, “luego que nació, voló y de una patada que dio en el Monte Parnaso se hizo la Fuente Castalia, donde habitan las musas, cuya agua tiene virtud de hacer a los hombres sabios”.

En el camino para informarnos de los avatares de Pegaso como numen de nuestro amado México, Tovar de Teresa nos da un espléndido y bien documentado paseo por la complejísima atmósfera de los siglos coloniales. Conocedor de los secretos guardados celosamente por nuestra Ciudad, el historiador nos entrega una brillante y colorida crónica con todos los matices imaginables: política, literatura, sociedad, religión, modas, agobios, pesimismos, nostalgias, hipocondrías: todo el México barroco desfila por estas páginas deliciosas cuya lectura deseo que disfrute usted muy pronto.

Pero me leerá el próximo domingo. Gracias. Lo espero.
(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 12 de julio de 2009)

VACACIONAR


¡Buen domingo, querido lector! Está concluyendo el período de labores y, por lo consiguiente, se inicia el de vacacionar, es decir, el de celebrar esos lapsos, generalmente asociadas con los ciclos de la Naturaleza, tan necesarios en nuestra vida. El Diccionario nos ofrece cuatro acepciones:

DEL LATÍN VACATIO, VACATIONIS. 1. DESCANSO TEMPORAL DE UNA ACTIVIDAD HABITUAL, PRINCIPALMENTE DEL TRABAJO REMUNERADO. 2. TIEMPO QUE DURA LA CESACIÓN DEL TRABAJO. 3. ACCIÓN DE VACAR QUE TAMBIÉN SE DICE CUANDO UN EMPLEO O CARGO HA QUEDADO SIN PERSONA QUE LO DESEMPEÑE. ES DECIR, HA QUEDADO: VACANTE.


El significado del verbo vacar es evidente. Pero usted y yo, caro lector, sabemos bien que el diccionario no es casuista y, por ello mismo, a veces generaliza con una manga demasiado ancha y suele enviar a una especie de “cajón de sastre” varias acepciones merecedoras de un trato más cuidadoso. Ayudémosle con algunos derivados. Veamos el verbo vagar: tener el tiempo suficiente para vivir en la ociosidad (no en el ocio), andar por la vida sin determinación alguna, si bien con libertad, pero también sin orden, esas normas tradicionalmente impuestas por toda sociedad para no marginar a quienes deseen considerarse sus ciudadanos.

Así, las vacaciones tienen dos extremos: uno se refiere al descanso, al reposo dentro de una etapa especial, necesario para quien trabaja o estudia, y a cuya conclusión habrá de reintegrarse a sus compromisos estudiantiles o laborales. En el otro extremo: la vacación permanente, la vagancia irrestricta, el interminable errar. Esta actitud de vagar, de ser vagabundo, de vivir en la vagancia (holgazanería, sin oficio ni domicilio determinado), corresponde a quienes viven al margen de la sociedad, sobre todo si no ganan los honorarios suficientes para sobrevivir. Esta condición de miseria es suficiente para calificar a alguien de vago. Y permítame, amigo lector, anotar aquí una muy sutil diferencia: si el vagabundo es un millonario con la vida resuelta con creces, y el trabajo no es una actividad indispensable para su ir y venir por donde se le dé la gana, simplemente se le llama “hombre de mundo”. Desde luego, el diccionario no hace estas excepciones.


Y podríamos decir lo mismo en el caso de las palabras ocio y ociosidad. El ocio es la cesación del trabajo, la inacción o total omisión de la actividad material, pero no mental. Es decir: el ocio equivale a nuestro “tiempo libre”, el que no pertenece a ningún compromiso laboral por el que percibimos honorarios, pero también es un tiempo aplicable a una “actividad” fecunda, innovadora, productiva. También se llama ocio a toda ocupación cuyo ingrediente mayor es la imaginación, las emociones y hasta los sentimientos, como en el caso de las actividades artísticas. Para llevar a buen término la expresión del arte, el artista requiere de cierta paz propiciatoria de la concentración necesaria para atender las inquietudes, los conceptos o los temas que desea expresar.



Al contrario del ocio, la ociosidad es el vicio de no trabajar, de perder el tiempo o de gastarlo inútilmente. Así como entre vacaciones y vagancia hay una diferencia sustancial entre ocio y ociosidad hay una distancia inmensurable a pesar de que ambos tienen el significado común de “cesación de toda actividad”. El ocio es inacción física. La ociosidad es inacción física y mental.


Viene al caso recordar a los grandes sabios: Sócrates, según Diógenes Laercio, ensalzaba el ocio como la más bella de las riquezas. Y Aristóteles afirmaba: “La felicidad está en el ocio”. Por supuesto, conocedor de ciertos extremos dieciochescos, Rousseau generalizó ácidamente: “Trabajar es un deber indispensable para el hombre social. Rico o pobre, fuerte o débil, todo ciudadano ocioso es un bribón.” Estará usted de acuerdo conmigo en que preferimos a Sócrates y a Aristóteles. ¿O no?


¿Me leerá el próximo domingo? Gracias. Lo espero.

anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx

www.endulcecharla.blogspot.com


(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 05 de julio de 2009)

miércoles, 1 de julio de 2009

EDUARDO LIZALDE


¡Buen domingo, querido lector! Usted y yo conocemos bien a Eduardo Lizalde. Ha visitado a Tampico en varias ocasiones, algunas de ellas durante los festivales literarios de Letras en el Golfo. Tres premios muy importantes lo acompañan: el Xavier Villaurrutia (1969), el Nacional de Poesía de Aguascalientes (1974) y el Nacional de Letras y lingüística (1988).

Lizalde ha frecuentado la narrativa (cuento y novela), pero es en la poesía donde ha hallado su mejor expresión: Nueva memoria del tigre reúne sus poemas de 1949 a 1991. Su imagen del mundo es enormemente veraz y sin concesiones. No es posible dudar de la versión que nos muestra. Un buen ejemplo lo tenemos en su “Bellísima”, ya un clásico de la poseía contemporánea. Escúchelo usted. Vamos a compartirlo. Escúchelo. Vale la pena conservarlo:

Óigame usted, bellísima,
no soporto su amor.
Míreme, observe de qué modo
su amor daña y destruye.
Si fuera usted un poco menos bella,
si tuviera un defecto en algún sitio,
un dedo mutilado y evidente,
alguna cosa ríspida en la voz,
una pequeña cicatriz junto a esos labios
de fruta en movimiento,
una peca en el alma,
una mala pincelada imperceptible
en la sonrisa…
yo podría tolerarla.

Pero su cruel belleza es implacable,
bellísima;
no hay una fronda de reposo
para su hiriente luz
de estrella en permanente fuga
y desespera comprender
que aun la mutilación la haría más bella,
como a ciertas estatuas.


Su Manual de flora fantástica (Cal y arena, 1997) reúne en sensual, agresiva y elegantísima prosa, una nueva manera de contemplar ese sitio donde las lindes marcan peligrosamente los bordes de los reinos, como el animal y el vegetal, ambos en competencia por la vida, quizá con ambiciones humanas, tal vez obedientes a los dictados de una Gran Madre Antropófaga, o subsumidos en una nueva forma de la Naturaleza. Dice Lizalde: “No es éste un libro histórico, ni científico, ni antológico, sino la aventura literaria de un profano en el templo del sobrecogedor universo de la flora natural y la legendaria, que han arropado y deslumbrado la existencia de todas las artes y culturas”.

En efecto, nada más tentador: presentir los segundos inefables en los que se realiza toda mudanza: fracturas, estados, ideologías: metamorfosis imperceptibles vividas instante por instante. Apenas conscientes de su movimiento, en cuanto percibimos su latencia, ponemos en juego el ejercicio de nuestra sensorialidad más insospechada.

Esta obra de Lizalde forma filas al lado de otras inolvidables: el intranquilizador Bestiario de Cortázar (1951), el erudito Manual de zoología fantástica de Borges (1957) y el enamorado Bestiario de Arreola (1958), para sólo citar tres obras maestras que, en la narrativa contemporánea, penetran los altos dédalos de la mitología y sus abismos. Su lectura debería ser obligatoria para todo ser humano. Encontrarnos con nuestros semejantes, hermanarnos en el ser, es, a no dudar, un requisito de existencia.

Con Eduardo Lizalde cierro la revisión de los “Narradores mexicanos siglo XX” que he presentado en la “Biblioteca Rafael Ramírez Heredia” del Espacio Cultural Metropolitano. Anoche hemos leído y comentado, entre otros, el poema ofrecido a usted aquí, así como algunas piezas imprecederas de su Manual de flora fantástica.

Lo invito el sábado 4 de julio, a las 19 horas, a la última sesión de esta segunda serie: revisaremos las aportaciones de los escritores propuestos. Lo espero.

Pero, ¿me leerá la próxima semana? Gracias. Aquí estaré.

anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx
www.endulcecharla.blogspot.com
(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 28 de junio de 2009)

JOSÉ EMILIO PACHECO


¡Buen domingo, querido lector! Permítame platicar con usted de uno de los escritores más prolíficos de nuestro tiempo: José Emilio Pacheco. Él es poeta, narrador y ensayista, especialmente de crítica literaria. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores, institución importantísima en el medio siglo por su interés en la profesionalización de la escritura en México. Su amplísima información sobre las letras patrias ha hecho que sus prólogos a los escritores nacionales de más señalada importancia sean considerados como piezas definitorias de autores y obras. Investigador nato, ha recorrido los pasos literarios de nuestros siglos XIX y XX y ha precisado con justeza sus distintos momentos culturales. Suya es la Antología del Modernismo (1884-1921), publicada en la Biblioteca del Estudiante Universitario (núms. 90 Y 91) por primera vez en 1970 y que, afortunadamente, hoy podemos consultar en su tercera edición (UNAM / ERA, 1999): éste es un estudio primordial en la comprensión del Modernismo hispanoamericano y de sus actores más destacados: Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón, Manuel José Othón, Luis G. Urbina, Amado Nervo, José Juan Tablada, Enrique González Martínez y Efrén Rebolledo, entre aquel grupo magnífico a quien debemos la renovación de nuestro lenguaje.

Importa decir que participó, con Octavio Paz, Alí Chumacero y Homero Aridjis, en la selección y anotación de un clásico de las antologías poéticas: Poesía en movimiento. México, 1915-1916 (siglo XXI, 1966) que, como usted sabe, fue prologado por Paz.

José Emilio ha sido solicitado por las universidades de Canadá, Estados Unidos e Inglaterra para impartir allí distintas cátedras; es miembro de El Colegio Nacional y ha recibido los más altas preseas: el Premio Nacional de Poesía, Aguascalientes (1969); el Premio Xavier Villaurrutia (1973), el Premio Nacional de Periodismo (1980) y el Premio Nacional de Literatura (1992).

Posee el don de la escritura y es dueño de una de las prosas más elegantes de las letras de hoy. Gran maestro del periodismo literario, ha mostrado una dedicación insuperable a todos los temas que puedan iluminar al lector sobre la realidad contemporánea, gran meta de este supremo conocedor de cada página escrita en México. Su abundante obra está presente en las publicaciones periódicas nacionales e internacionales.

En su creación artística pretende desmitificar las viejas concepciones morales y nos presenta un mundo no lejano al desencanto sobre la conducta humana y su egoísmo materialista que parece no ceder ni ante los buenos sentimientos ni ante las amenazas cósmicas. El hombre que Pacheco muestra en su narrativa es un solitario victimado por sí mismo, atento siempre a la autocomplacencia, a la apariencia, al desinterés por “los otros”.

José Emilio ha recopilado su quehacer poético en: Tarde o temprano. Poemas 1958-2000 (FONDO DE CULTURA ECONÓMICA, 2002), y su narrativa en: Narrativa completa (ERA, 1998), pero estoy segura de que ya se agitan en su aljaba una buena dotación de palabras que, anhelantes, esperan ver la luz.

Anoche, en la Biblioteca Rafael Ramírez Heredia del Espacio Cultural Metropolitano, hemos leído y comentado dos de sus cuentos: “El viento distante” (El viento distante, 1963) y “Langerhaus” (El principio del placer, 1972). En ambos, el hombre se acerca peligrosamente a sus propios abismos. El próximo sábado platicaremos sobre Eduardo Lizalde, gran poeta y narrador de nuestra actualidad. ¡Lo esperamos!

Pero, ¿usted me leerá el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.

anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx
http://www.endulcecharla.blogspot.com/

(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 21 de junio de 2009)