sábado, 18 de abril de 2009

ANTOLOGÍAS


¡Buen domingo, querido lector! ¡Qué difícil es antologar!, es decir, escoger, separar, favorecer, preferir, optar, distinguir. Sí, muy difícil, porque, aunados a cada uno de estos verbos, marchan otros enormemente patéticos: preterir, despreciar, olvidar, repudiar. Sí, lector amigo, elegir es renunciar. No podemos quedarnos con todo. Pero, ¿acaso no sucede lo mismo cuando decidimos nuestro menú en el restorán?, ¿no es así cuando adquirimos una prenda de vestir?, ¿no seguimos igual procedimiento cuando tomamos pareja o hábitos o carrera o partido político o religión? ¿Por qué, entonces, los verbos que sugieren renuncia nos parecen tan terribles si durante toda nuestra vida nos hemos ejercitado ampliamente en construir una cadena interminable de renuncias y, por consiguiente, de olvidos, de abandonos?

¿Y en el caso de la literatura? Permítame, amigo mío, traer a colación la frase de T. S. Eliot citada por Xavier Villaurrutia en su ensayo “La poesía de Efrén Rebolledo”: “Es cuestión de mucha finura decidir cuánto debe ser leído de cada poeta en particular”. Bajo estas líneas, aparentemente injustas, penden aristas axiales que no se pueden obviar: cuál es la faceta que la selección necesita enfocar y, naturalmente, quiénes serán los destinatarios de las espigas.

Cuando un poeta encuentra su camino y logra su madurez; cuando ya presiente la cercanía de las metas que le interesan; cuando ya ha empezado a domeñar el lenguaje, se inicia en él una gran etapa de seguridad con riquísimas expectativas verbales. Es el instante exacto para hacer suya una manera distinta de mostrar, con voces más justas, su imagen del mundo aunque, lo sabemos bien, él vivirá en lucha perpetua con cada palabra. Todo florilegio cuyo propósito sea presentar la poética de un autor deberá proceder de esta parte medular de su trabajo. Salvo algunas excepciones notables, los primeros pasos de un artista sólo son trastabilleos, vacilaciones, titubeos. Quizá son versos muy amados −adheridos a su piel o a sus huesos−, pero, al fin y al cabo, sólo fueron líneas que nunca se elevaron hasta la perfección forjada en el quehacer perenne de la escritura y, por ello mismo, no capturaron a cabalidad las imágenes deseadas.

No es el caso de las recopilaciones que pretenden iluminar el recorrido estético, estilístico, ideológico o temático de un autor. Esta clase de selecciones, obviamente didácticas o muy especializadas, tiene en cuenta la época, las lecturas, las influencias, la evolución de los distintos intereses y todo lo que pueda conformar una idea, lo más completa posible, del antologado.

En cuanto a la autocrítica, ésta es primordial para quienes deseen hacer su propia selección: deslindar las emociones que fecundaron cada uno de sus versos; olvidar motivos y recuerdos; desamorarse de formas y temas; en fin: remover el trigo y separar la mies. Espinoso quehacer, no cabe duda. La exigencia en la propia escritura crea piezas impecables, ciertamente, pero también limita la producción artística. Es obvio, el derecho a decidir cuáles textos habrán de publicarse corresponde al propio escritor.

Sí, antologar es tarea compleja: conocer a un hombre y su expresión; buscar su contexto; entrar en el reino de su historia a sabiendas de que ningún crítico podrá asomarse plenamente a sus abismos ni caminar con seguridad en las cámaras secretas de ese lugar muy íntimo donde habitan las emociones y a donde van a guarecerse los fracasos y las fracturas, los ensueños fallidos y las desdichas. ¿Quién podría hablar con certeza de los mitos que han acuciado las simas de un artista?

Cada poema ocupa un sitio en la vida de un poeta. Sólo él conoce los significantes de cada una de sus letras, de sus espacios, de sus imágenes. El antologador apenas intenta acercarse a un torrente que, a veces río arriba y en otras como canto rodado, lucha contra él mismo.

¿O no lo cree usted así?

¿Y me leerá el próximo domingo? Gracias. Aquí lo espero.

anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx

(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 19 de abril de 2009)

TIEMPO PASCUAL


¡Buen domingo, querido lector! Estamos en la semana de Pascua. ¿Le parecería bien si acudimos al Diccionario? Él nos informará académicamente sobre estas fechas? Textualmente dice:

Del latín vulgar pascŭa, éste del latín. pascha, éste del griego pasja, y éste del hebreo pesaḥ, influido. por el latín pascuum, lugar de pastos, por alusión a la terminación del ayuno.

1. f. Fiesta la más solemne de los hebreos, que celebraban a la mitad de la luna de marzo, en memoria de la libertad del cautiverio de Egipto. 2. f. En la Iglesia católica, fiesta solemne de la Resurrección del Señor, que se celebra el domingo siguiente al plenilunio posterior al 20 de marzo. Oscila entre el 22 de marzo y el 25 de abril. 3. f. Cada una de las solemnidades del nacimiento de Cristo, del reconocimiento y adoración de los Reyes Magos y de la venida del Espíritu Santo sobre el Colegio Apostólico. 4. f. pl. Tiempo desde la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo hasta el día de Reyes inclusive

Además de recomendar que escribamos Pascua con inicial mayúscula, el Diccionario nos ofrece algunas locuciones cuyo uso no nos es tan ajeno. Por ejemplo:
1. dar las pascuas equivale a “felicitar a alguien en ellas”. 2. de Pascuas a Ramos: “de tarde en tarde”. 3. estar alguien como una, o como unas pascuas: “estar alegre y regocijado”. 4. hacer la pascua a alguien. “fastidiarlo, molestarlo, perjudicarlo”. 5. hacer pascua: “empezar a comer carne en la Cuaresma”. 6. santas pascuas: “para dar a entender que es forzoso conformarse con lo que sucede, se hace o se dice”. El Diccionario nos recuerda, además, algunas expresiones ya tan conocidas que se explican por sí solas: cara de pascua y huevo de Pascua. Y por supuesto, no podemos olvidar los derivados: pascual (Del latín paschālis). Adjetivo. Perteneciente o relativo a la Pascua: ciclo pascual, cirio pascual, cordero pascual, tiempo pascual.

De hecho, lector amigo, nos encontramos en el tiempo pascual, es decir, el que se inicia en las vísperas del Sábado Santo y acaba con las completas (últimas horas canónicas del día) del domingo de Pentecostés (del latín pentecoste, y éste del griego pentecosté: quincuagésimo) que alude a la fiesta de los judíos instituida en memoria de la ley que Dios les dio en el monte Sinaí, y se celebraba cincuenta días después de la Pascua del Cordero. Así pues, dados los motivos de estas memorias, el período pascual exige cierta reflexión sobre importantes momentos: los vividos por un pueblo que logra su libertad, la Pasión de Cristo y su Resurrección.

La usual afición a calendarizar nuestras emociones, nuestros sentimientos, nuestras alegrías, ha bifurcado este período hacia dos vertientes: una, orientada hacia el pago de las culpas de índole psicológica (afán de responsabilizarnos de daños posiblemente causados por acciones u omisiones que hemos creído cometer), que se resuelve con la asistencia a los lugares piadosos, y otra, alejada definitivamente de toda actividad religiosa, que se evade, con culpa o sin ella, hacia el ejercicio vacacional autojustificado en el “trabajo excesivo” que padecemos. Desde luego no llegamos a la culpa teológica (transgresión voluntaria de la ley de Dios): para ello necesitaríamos ser profesionales en esta área del conocimiento.

Pero ¿a qué se deben estas dos vertientes tan opuestas: una al ejercicio religioso y otra a la vacación? El origen es claro: todo aquello que sugiere celebración, de cualquier índole, tiene como resultante una fiesta, y una fiesta es siempre la ruptura de las normas usuales. Es el caso de los domingos, días que rompen el orden hebdomadario establecido en los hábitos comunitarios (Domingo de Adviento, Domingo de Cuasimodo Domingo de la Santísima Trinidad, Domingo de Lázaro, Domingo de Pasión, Domingo de Pentecostés, Domingo de Piñata, Domingo de Ramos, Domingo de Resurrección). El domingo, pues, es un día para celebrar, pero celebrar no sólo es acudir a los lugares sagrados, no sólo es conmemorar o alabar o reverenciar, también significa la presencia de un espectáculo, de una reunión o de un acto de alegría en el que todo el mundo participa. Así las cosas, tanto los que van a la iglesia a cumplir con los oficios, como los que se encaminan a vacacionar, están en lo justo: ambos cumplen con la celebración propuesta por el calendario.

¡Y me leerá el próximo domingo? Gracias. Aquí lo espero.

(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 12 de abril de 2009)

DE LO EXTRAORDINARIO


¡Buen domingo, querido lector! ¿Me permite continuar hablando de cuentos? Me llueven las preguntas a propósito de este género. Todos tenemos mucho, mucho, qué contar, pero cuando queremos aposentar la realidad en la literatura, es necesario someternos a las normas que exigen todos los oficios.

Los cuentos son entidades textuales construidas para obsequiarnos hechos extraordinarios. ¿Y de dónde van a surgir? Pues del mismo lugar de donde sale todo: de lo habitual, de lo ordinario. Y en esto consiste el arte del cuentista: descubrir lo extraordinario en lo ordinario. O dicho de otra manera: mostrar cómo en la existencia más insulsa o más anodina, puede brotar algo que la convierta en única. Y estas pequeñas cápsulas de excepcionalidad, presentes en todas las vidas, son capturadas por los cuentistas para entregarlas a los lectores.

Pero, detengamos el paso y escuchemos a nuestro buen amigo, el Diccionario de la Academia, decirnos algo sobre lo extraordinario:

1. Fuera del orden o regla natural o común. 2. adj. Añadido a lo ordinario. Gastos extraordinarios Horas extraordinarias
. 3. m. Gasto añadido al presupuesto normal de una persona, una familia, etc. 4. m. Número de un periódico que se publica por algún motivo extraordinario. 5. m. Correo especial que se despacha con urgencia. 6. m. Plato que se añade a la comida diaria. 7. f. paga extraordinaria.

Cada una de estas definiciones se refiere a conceptos hermanados por una misma característica: son poco comunes, además de un tanto ajenos a los sucesos diarios, pero no son ni maravillosos ni inalcanzables. Y esto se debe a que lo extraordinario vive en lo ordinario, pero nuestra mirada gastada lo ha envuelto en una neblina tan espesa que nos impide percibirlo aunque esté frente a nosotros. Esta falla, nacida de la rutina, ha mellado la agudeza de nuestros ojos, a tal grado que ya casi no saben distinguir los sutiles detalles reveladores de momentos excepcionales.

¿Recuerda usted el cuento que inventé el domingo pasado, para ilustrar la presencia del final sorpresivo exigido por Edgar Allan Poe? Permítame recordarlo: Diariamente, una joven mujer se detiene en un parque cercano a su casa y contempla a los viandantes. Hoy lleva en la mano una bolsa con el vestido nuevo que tanto había deseado comprar; se detiene en la banca de siempre; después de un rato se levanta y se va. La bolsa ha quedado allí, abandonada.

Aquí tenemos las dos historias necesarias para un final sorpresivo: una, evidente, indica la secuencia de los hechos; y otra, secreta, apenas se asoma en la última línea, pero su presencia es contundente, definitiva, y abre una brecha hacia el encuentro con la protagonista, primordial intención del autor. Es aquí donde radica el valor de este género. Veamos por qué. Imaginemos que el narrador nos hace observar al personaje después de comprar el deseado vestido: llegar a su casa, modelar frente al espejo, cambiar de peinado, maquillarse y aparecer como una persona feliz. ¿En dónde estaría lo interesante de este relato? Definitivamente, en ningún lado: esto sería lo esperado en quien acaba de realizar un deseo: todo es lógico, explicable, natural; no es significativo en términos cuentísticos. Éste no es un cuento: es un simple relato y aquí el lector no tiene nada qué hacer.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando la conducta del personaje es contraria a lo previsto? En ese momento se abre una galería inductora hacia el mundo interior de la protagonista, y allí, encubiertos bajo sus sombras, laten los móviles secretos que la han obligado a comportarse de manera inesperada (abandono del anhelado vestido en el parque). Éste sí es un cuento: el lector entrará a saco en la historia y creará su propia versión, y habrá tantas como lectores se hayan atrevido a penetrar por la grieta que dejó a la intemperie el final sorpresivo. El autor sólo nos ha compartido su modo de ver al hombre y al mundo, y para él los deseos logrados no siempre son lo que verdaderamente queremos: almendra narrativa que invita a la reflexión.
A través de sus personajes y sus acciones, los cuentos nos inician en el mejor conocimiento de nosotros mismos, ese ejercicio que en nuestra presurosa cotidianidad ya hemos olvidado. ¿O no lo cree usted así?


¿Y me leerá la próxima semana? Gracias. Lo espero.

anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx
(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 5 de abril de 2009)