domingo, 10 de enero de 2010

EL ARTE DE OBSERVAR

¡Buen domingo, querido lector! En su Arte de la ficción, Robert Louis Stevenson nos habla de lo extraños que permanecemos ante el mundo sólo por no saber observar: arte que no recibimos como enseñanza obligatoria. “He conocido a quienes han andado por todo el mundo sin ver nada: no, nada en absoluto”, y nos recuerda a Emerson cuando éste afirmaba: “un viajero nunca se lleva nada de un lugar excepto lo que ya llevó consigo.” Es verdad: el aprendizaje de la observación no produce ningún beneficio económico y, por ende, no nos hemos detenido en ella. Esto es lamentable: sin ella no seguiremos el camino hacia el conocimiento más sencillo de todos, el de nuestro entorno, desde los objetos más sencillos, hasta la grandeza de los Elementos. ¿Quién de nosotros podría precisar con exactitud cómo es la lluvia?, ¿podríamos narrar a una persona invidente cómo es el mar, cómo la arena?, ¿cómo sus texturas y sus aromas? ¿Sabríamos diferenciar cromáticamente el cielo de otoño del cielo primaveral? ¿Quién habrá mirado con tanta atención de modo que sus palabras puedan sustituir a los pinceles y llevar a otros ojos las maravillas a su alcance?


Lo sé muy bien: todo lo tenemos en las fotografías magníficas ofrecidas por los libros de arte o los dedicados a la Naturaleza en cualquiera de sus reinos. Y me pregunto ¿un libro me dirá cómo es el viento? Y cuando regreso de un viaje, ¿qué he traído de él para ofrecer a mis amigos?, ¿me conformaré con mostrar mis pobres tarjetas postales compradas por docena a la puerta de todos los museos del mundo? Y luego, ¿qué vivirá en mi recuerdo si en realidad no observé nada, si no retuve nada, si nada me llevé de aquellas horas vividas y tristemente desperdiciadas?


Pero tampoco hace falta viajar: ¿recordaríamos cómo es físicamente el libro que hemos concluido esta mañana?, cuál su tamaño, su peso, su portada, su editorial...


Muchas veces he preguntado a los dueños de hermosos jardines algo relativo a sus plantas, a sus flores, y ni siquiera las conocen por su nombre. Éste es un fenómeno constante en quién no observa porque no sabe hacerlo, porque no se lo enseñaron o, penosamente, porque no le fomentaron el interés por sus propias circunstancias.


Sí, observar es interesarse en nuestro derredor, conocerlo y, quizá, amarlo. Estoy segura: todos sabemos observar, pero sólo lo conveniente por razones profesionales o de algún otro orden como el político, el económico o el histórico, entre otros. Pero, ¿solemos detenernos en lo que no nos entrega ningún beneficio material?, ¿no podríamos pensar en los dones espirituales que nos puede obsequiar este hecho? Quizá, si fuéramos observadores, amaríamos a nuestro planeta, a nuestro continente, a nuestro país, a nuestra ciudad, a nuestra casa, a nuestros amigos, a nuestra familia y, sí, querido lector, a nosotros mismos.


Vamos a ver, ¿usted sabe de qué color son los ojos de sus amigos? Le hago esta pregunta porque, estoy segura de que sí conoce el color y los matices de los ojos de la compañera o el compañero de su vida. Si usted quiere adquirir una prenda para combinarla con un determinado traje, ¿sería capaz de identificar su tono exacto, sobre todo cuando la empleada le muestra toda una gama de posibilidades del mismo color?


Lo invito, caro amigo, a iniciarse en el hermoso ejercicio de la observación para no caer en el terrible juicio de Stevenson.


¿Y me leerá el próximo domingo? Gracias. Aquí lo espero.


anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx

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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 10 de enero de 2010)

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