martes, 30 de septiembre de 2008

DE LO SUPERFLUO


¡Buen domingo, querido lector? Alguna vez ha atendido usted a su contexto personal? ¿Ha pensado cuántas cosas lo rodean y si verdaderamente le son útiles o tan sólo las conserva por costumbre? ¿Está seguro de lo que en realidad necesita para vivir de manera cómoda? Víctor Hugo dijo: “Antes de los cuarenta años el hombre es como la urraca: gusta de la viciosa posesión de objetos coloridos y brillantes.” Sí, exactamente como esas hermosamente negras e ingenuas criaturas. Y después de los cuarenta –digo yo–, empieza a desfilar hacia el exilio todo lo que alguna vez disfrutó del amor y hasta de la codicia de sus adquirentes. Y me permito añadir aún: ese desfile hacia el exilio se realiza a la inversa del de algunas festividades del calendario cívico: abren la marcha los menos relevantes, los nimios, como algunos adornillos frívolos e insulsos. Le siguen los de más peso: quizá el abrigo de regia piel, siempre y cuando se le intuya un inútil futuro. Irán en seguida las joyas: esos amados orientes, esos colores abrumantes, esos brillos de ya imposible presencia en cuellos añejos. Y más tarde… bueno, sólo dios sabe de qué se pueda uno desprender más tarde. Si, amigo mío, la vida es un acumular para luego despedir. No me parece mal si en ese lapso se ha disfrutado y vivido placenteramente con tantas posesiones que concedieron generosamente muchos momentos de felicidad y deben cerrar su ciclo fatal permitiendo la dicha de decir: “Oye, ¿te gustaría tener este libro?, lo he amado mucho y en tus manos estará muy bien.”

Y, a propósito, ¿qué hicimos usted y yo con la cortadora de pasto que nunca supimos ni siquiera armar?, y ¿qué con la caminadora que terminamos por considerar un estorbo?, ¿y dónde abandonamos aquella escultura de la que fuimos víctimas en una hora de debilidad estética a pesar de que no sentíamos por ella ningún entusiasmo?, ¿y la prenda destinada para una sola ocasión que, cumplido su efímero destino, pasó al desván del olvido?

Sí, es obvio, no tenemos buen ojo para atender la caducidad de lo que obtenemos. Acumulamos morbosamente, como la urraca, lo que no muy tarde habrá de ingresar, de manera irremediable, en el ático del pasado. Si nos dejamos guiar por las doctrinas cenobitas, deberíamos vivir con mesura, pero sin llegar al ejemplo calderoniano del sabio que sólo se sustentaba de las hierbas que cogía y … “habrá otro –entre sí decía– más pobre y triste que yo” Y cuando el rostro volvió halló la respuesta viendo que otro sabio iba comiendo las sobras que el arrojó. ¡Cuidado!, los límites de la frugalidad colindan con los de la ruindad y con los de la avaricia. Sólo creo, salvo su mejor opinión, en las ventajas de meditar y sopesar si nuestras compras son necesarias. ¿O no lo cree usted así? Bueno, pero, ¿por qué no nos ponemos más exigentes?, ¿por qué no vamos más allá de los organismos materiales? Sí, como esos recuerdos ya tan desgastados que apenas podemos precisar, ¿no le parece?; o los rencores innecesarios ocupantes de un espacio precioso más digno de atesorar algo mejor, ¿verdad?; o los fracasos amargos retenidos quién sabe para qué, ¿o no?; ¿y por qué no agregar aquí las omisiones, las deudas morales, las promesas incumplidas, las metas no logradas y no sé cuántas “relaciones” más que conforman nuestra vida, y algunas hasta van cubiertas de carne y hueso?
Sé que está de acuerdo conmigo, ¿no es cierto?, ¿podríamos afirmar que gran parte del entorno que nos hemos construido es perfectamente prescindible? Sí, quizá porque sólo ha cubierto esos huecos cuyo vacío nos intranquilizaba, y no supimos llenar con “cosas de verdadera importancia”, como dijera León Felipe. ¿No cree usted conveniente meditar algunos minutos sobre lo que verdaderamente deseamos tener junto a nosotros para los instantes más nuestros? Podríamos empezar con la tradicional visita al mercado: es un buen principio. ¿O no lo cree usted así?

¿Lo espero el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.

(Columna publicada el 28 de septiembre de 2008)

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