lunes, 6 de octubre de 2008

DETENER LA AGONÍA


¡Buen domingo, querido lector! ¿Ha recibido alguna vez como obsequio una flor agonizante? Me ha llegado una noticia muy ingrata, y me alegra saberla en este ahora en el que ya puedo resistir casi todo: hay un “método” para detener el momento exacto en el que las flores, a punto de abandonar su urente verano, inician el inevitable caimiento que abatirá de su hermoso rostro los pétalos de la muerte. El tal “método” consiste en “laquear” a la flor en el instante preciso de su agonía. Los tejidos se endurecen y la Muerte se aleja.

¿Cuál es la razón de esa nefanda necrofilia que desea momificar a una hermosa criatura y transformarla en un monstruo incapaz de morir? ¡Ah!, ¡pero eso no es todo! Esas “creaciones”, engarzadas por manos jardineras, retienen la angustiosa belleza florida y la convierten en sujeto de regalo. ¡Aunque con fineza, eso es regalar un despojo! ¿Qué estética contrahecha da lugar a este cruel modo de mirar el mundo? Recuerdo de inmediato los productos bonsai, cuyo sólo nombre me subleva por la inconcebible injuria a Nuestra Madre.

Permítame, caro lector, externar algunas preguntas que me acosan: ¿quién ha otorgado al hombre el derecho de alterar a la Naturaleza?, ¿es el mismo derecho que se toman los cazadores cuando asesinan a tantas especies del planeta?, ¿qué extraño placer siente el hombre cuando mata a sus hermanos?, ¿qué clase de malignidad decadente gusta de contemplar la vida a punto de extinguirse?, ¿qué leyes autorizan esta conducta impía?, ¿de qué poderes nos sentimos dueños como para impedir el derecho a la muerte? Y después de esta cadena de horrores, ¿quién se atreve a ofrecer esta infamia como obsequio?

Es indudable, el hombre guarda rencor hacia su Origen. ¿Ha visto usted esos jardines con árboles transformados en cisnes, en canastas y en no sé cuántas figuras ajenas a su genética? ¿Por qué ese urgente deseo de enmendarle la plana a la Naturaleza?, ¿por qué esa sádica necesidad de destruirla como si se quisiera decirle: “Mira, no has sabido crear. Este árbol debe tener forma de perro, este otro, de rombo. Yo voy a enseñarte.” ¡Dios! ¡Qué soberbia tan merecedora de castigo!

Permítame, amigo lector, recordar con usted algunos versos de “Pedigree”, ese terrible poema de León Felipe:

¿Por qué ha de ser piadoso nuestro dios?
¿Quién tiene piedad entre los hombres?
Además… ¿no es la vida una cadena de mandíbulas abiertas y devoradoras?
Y si la lombriz se traga la simiente,
la gallina a la lombriz
y el hombre a la gallina…
¿por qué Dios no se ha de tragar también al Hombre?
¡Gran manjar es el Hombre!


Una Pregunta se acerca y exige respuesta: ¿quién vendrá un día y nos torcerá los brazos y nos mesará los cabellos o los trenzará a su antojo y nos dará apariencia de asnos o de cerdos, simplemente porque es más fuerte que nosotros y en ello sustenta su soberbia para enfrentar a la Naturaleza? ¿Qué figura tendremos destinada? ¿Habrá un catálogo disponible para conocer nuestro futuro?

Me resta algo más: Quien disfruta al demorar la muerte ajena, ¿estará seguro de que no padecerá una agonía larga, larga, muy, pero muy larga?

¿Lo espero el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.



(Columna publicada el 5 de octubre de 2008)

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