sábado, 22 de agosto de 2009

REVUELO


¡Buen domingo, querido lector! Sí, amigo mío, casi estoy a punto de convocar a una mesa redonda en la que sean los poetas quienes diriman, de una vez por todas, qué es la inspiración. ¡Doña Margarita Dávila me ha amenazado con un Timor Domini principium sapientiae! ¡Dios de los Ejércitos! Éstas ya son palabras mayores. Permítame, caro lector, traducir para los no iniciados este latín de gente de iglesia: “El temor de Dios es el principio de la sabiduría”. Aquí entreveo más bien a un don Margarito que se viste por la cabeza: el tono del correo y esto de los latines… me suena un tanto varonil. Pero, en fin, empecemos por el principio.

¡No soy atea! El Diccionario dice, muy claramente y de una manera unívoca: ateo es “el que niega la existencia de Dios”. Y yo no he negado nunca la existencia de nadie ni de nada. En este renglón soy absolutamente socrática. Además, me da mucha flojera participar en semejantes disquisiciones. Simplemente he dicho, cuando ha sido menester: no milito en ninguna religión ni en ningún partido político; sólo pertenezco a algunas asociaciones académicas interesadas en la literatura.

Como segundo punto: nunca he traído a colación el nombre de Dios ni de ningún santo, como no sea para una interjección de índole admirativa y siempre con valor retórico, como la que me he permitido escribir en la cuarta línea de esta charla.

Y tercero: mi única afirmación, ahora y siempre, ha sido la relativa al constante ejercicio intelectual necesario en los artistas para la recepción más justa y el desarrollo más eficaz de las ideas expresadas en sus obras.

Cita usted, don Margarito, la famosa rima de Bécquer:

Locura que el espíritu
exalta y enardece;
embriaguez divina
del genio creador…
¡Tal es la inspiración!


Primeramente, no conviene leer tan a la letra: eso de la “embriaguez divina” puede encaminarse hacia otros senderos. Mejor pensemos en ese momento único en el que a un artista le es dado “conocer” algo: su exultación se eleva y el ritmo natural y cotidiano de su espíritu se altera y, por supuesto, alcanza la consunción en llamas deseantes de Conocimiento (sor Juana, el gran ejemplo). Pero esto, dice Bécquer, le sucede al “genio creador”, es decir, al espíritu preparado para el acto de crear, afinado hasta la sublimación en una altura de muy altos vuelos y que, por ello, puede apercibir lo apenas intuido por el resto de los mortales. Esto sólo le sucede al poeta. Poesía (poiesis) significa creación, don Margarito.

Tengo a la vista el diccionario consultado por usted; así lo creo porque las citas aparecen en el mismo orden. No menciono sus referencias: todos lo conocemos, y alguna vez yo misma lo he recomendado en esta columna. Además, deseo dejarle la opción de seguirlo aprovechando sin que se vea usted demasiado libresco. Pero debió citar también a don Jacinto Benavente: Yo soy un descreído de la inspiración. Lo que llamamos inspiración no es otra cosa que trabajo anterior condensado, capital de la inteligencia y del corazón, que vamos ahorrando sin llevar cuenta de su cantidad ni de su valor.

¿Por qué no creer en nuestro propio trabajo, don Margarito? El refinamiento de nuestra cultura es una labor individual. ¿Por qué no aceptar nuestras potencias? ¿Por qué no asumir nuestra autonomía? ¿Por qué esperar que alguien de origen divino nos dé, nos regale, nos entregue, nos otorgue o nos permita ser mejores? ¿Por qué no nos queremos responsabilizar de nosotros mismos? ¿No cree usted que echarle la culpa de lo que sea a alguien a quien consideramos superior es un acto muy irresponsable y, sobre todo, muy, pero muy cómodo?

¿Y usted, caro lector, me leerá el próximo domingo? ¡No sabe cómo lo espero! Gracias. Aquí estaré.


(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 09 de agosto de 2009)

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