miércoles, 5 de agosto de 2009

DOÑA INSPIRACIÓN

¡Buen domingo, querido lector! ¿Ha oído usted hablar de la inspiración? Yo sí: es una señora muy engreída a quien algunas mentes huecas le hicieron creer que implanta en el cerebro o en la imaginación o vaya usted a saber en dónde, ciertas ideas, tales o cuales emociones, algunas sensaciones y cosas así recibidas como maná por algunos espíritus sensibles. Pues bien, no creamos consejas, enfrentemos la realidad: la inspiración no existe, es una entelequia. Creamos a Hemingway: la disciplina forja al escritor. Así es, no de otra manera se podrá vencer en la inevitable lucha cuerpo a cuerpo con la palabra, con los sonidos, con los colores, con los renglones expectantes. La disciplina es el gran filtro que reduce la exorbitante presencia de los falsos artistas, sobre todo de esos visitados por Doña Inspiración. Meditemos: ¿vale la pena tener grandes visiones o ideas o cosas así si no se sabe ni tomar un pincel para expresarlas, ni qué nota acomodar en el papel pautado o qué palabra escribir en la llevada y traída página en blanco?

Sí, querido lector, lo primero es aprender a caminar, y caminar bien, y luego ya se podrá aspirar a iniciarse en la carrera del atletismo y lanzarse a participar en un maratón? Quien se arroja a una alberca desde el trampolín más alto sin siquiera saber flotar está condenado a la muerte. Sucede lo mismo cuando se pretende escribir poesía y no se ha acudido a un elementalísimo curso de retórica, ni se ha sobrevolado, aunque sea desde muy lejos, los alcores de la literatura. Si se pretende escribir, es necesario estudiar muy seriamente para no enamorarse de líneas y de imágenes ajenas, cuando no de versos completos, que luego se pretenda plagiar o fracturar con la prepotencia que da el desconocimiento. T. S. Eliot, el autor de The Waste Land, afirmó: “Siempre me ha parecido poco aconsejable violar las reglas antes de aprender a observarlas”.

No creamos en esos aspirantes a poetas cuya propuesta de “empezar desde cero” y “descubrir la verdadera palabra” pretende, con inútil afán iconoclasta, destruir lo construido en miles de años de trabajo artístico. Desde luego, si se trata de un ejercicio de intención catártica para “desbloquearse” (¡perdone usted esta horrenda palabra!), quizá no sea mala idea, pero, naturalmente, a esos resultados no tenemos por qué llamarlos poesía: pertenecen al sillón de su psiquiatra.

José Emilio Pacheco, gran conocedor de nuestras letras, ha dicho, con toda la razón, que a Amado Nervo se le ha etiquetado de cursi porque es mucho más fácil decir eso que leerlo. En efecto, estamos atravesando por una etapa teñida por una no tan extraña combinación de holgazanería intelectual y de prepotencia: esa flojera de leer las grandes obras, esa manía de considerar maravillosos los versos facilones de los “cuates”, ese mal hábito de crear capillitas de Melés y Teléo y ungirse con flores mutuas sin necesidad de ir más allá de las páginas que se tienen enfrente.

Aceptémoslo: quien escribe no sólo debe leer a sus contemporáneos, sino detenerse muy seriamente en los clásicos y tener en cuenta algunas premisas: estudiar es importante; hacer gimnasia intelectual es necesario; no enamorarse de las propias palabras ni de las metáforas más logradas es obligatorio; tener el valor de tomar lo escrito y hacerlo añicos es parte del oficio de escribir; frecuentar el diccionario y todos los diccionarios posibles es un deber; ejercitar la autocrítica es fundamental; trabajar cotidianamente para ir al encuentro de las palabras y que éstas sepan acudir, mansamente, al primer llamado es esencial. Y ¡por supuesto!, asumir el oficio de escritor como disciplina, y olvidarse de Doña Inspiración.

Hoy, más que nunca, si el poeta desea ser reconocido debe comprometerse con su comunidad y, desde allí, crear sus propias concepciones. El espíritu de la sociedad se expresa por la voz de sus artistas.

¿Y usted me leerá el próximo domingo? Gracias. Aquí lo espero.

(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 19 de julio de 2009)

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