viernes, 8 de mayo de 2009

VOCES PRESENTES


¡Buen domingo, querido lector! Cada vez que el tema recae sobre asuntos del lenguaje, vuela hacia mí, en sagradas memorias, el recuerdo de los extraordinarios maestros de quienes recibí enseñanzas imperecederas. Sí, caro lector, he sido grandemente privilegiada al haber disfrutado de palabras doctas cuya sabiduría me ha acompañado en cada instante de mi trabajo profesional. Pero no piense usted que se trata de nombres que llegan a mi mente cada Corpus o cada San Juan. No, no, amigo mío, no: están conmigo cada vez que escribo, cada vez que leo un poema, cada vez que leo un cuento, cada vez que dicto una conferencia, cada vez que ocupo la silla magisterial. Y sé bien que así será hasta el último instante de mi vida porque sus voces fueron de gran trascendencia en mi labor académica, tanta, que forman parte de mi existencia.

¿Cómo no traer a este instante la incisiva y grave voz, bellamente modulada, del gran poeta Carlos Pellicer recitando, con su timbre portentoso, los versos de López Velarde mientras, frente a la muchachada preparatoriana, evocaba sus años de juventud? ¿Cómo no rememorar la serenidad docente y el halo de sapiencia del gran latinista Agustín Millares Carlo, siempre gozoso en sus respuestas sobre dudas etimológicas? ¿Cómo no añorar la pausada y elegante dicción del elegantísimo ensayista Julio Torri, enamorado singular de la Gramática? ¿Cómo no despertar en el mundo colonial mexicano, redivivo por la magia memorable del insigne dramaturgo Julio Jiménez Rueda? ¿Cómo no encontrar en la memoria los juicios puntuales del insuperable novelista Agustín Yáñez al exponer los eternos problemas de la teoría literaria? ¿Cómo no acudir a la magnífica hermenéutica docente de la agudísima narradora Rosario Castellanos, capaz de desgranar una frase hasta llegar a la génesis de una idea? ¿Cómo no imaginar aquí, ahora, en este mismo minuto, el dulce ceceo del refinadísimo Luis Cernuda, poeta trasterrado, con el pensamiento huidizo hacia su lejano continente patrio? ¿Cómo no recordar la imponente presencia de Rodolfo Usigli y su manera de mirar el mundo a través de una pieza teatral? ¿Cómo no volver a vivir las brillantes disquisiciones históricas del distinguido internacionalista José Rojas Garcidueñas? ¿Cómo? ¿Cómo deshacerme de aquellos instantes si día con día he de leer un poema o un cuento?, ¿cómo, si hora tras hora he de pergeñar frases que aprendí en sus cátedras?, ¿cómo, si la voz del glorioso Campeador es la que escuché en la delicada sonoridad de la palabra de Julio Torri?, ¿cómo, si cada vez que intento dilucidar el género de un texto, llegan a mí claramente los incontrastables razonamientos de Agustín Yáñez?

¡Cómo no amar lo que dejaron en mí aquellos venerables intelectos! ¡Cómo no amar cada lección recibida y aprendida y nunca relegada! Sí, querido lector, en cada frase que logro dejar en el papel, renacen mis ya tan lejanos y tan cercanos intentos de aprender: a narrar en el taller de Juan José Arreola, a hacer poemas en el salón de Luis Rius, mi poeta amigo; a expresarme en escenas dramáticas en el seminario de mi querido compañero Jorge Ibargüengoitia; a escribir con todas las normas gramaticales en el gozosamente tensionante e inolvidable seminario de mi admirado Julio Torri.

Rendir homenaje a mis maestros el 15 de mayo es aunar un momento especial a su presencia diaria, porque día con día los saludo y converso con ellos. Viven en mi pensamiento. Les pido consejo. Atiendo sus reflexiones. Aclaran mis ideas. Me sugieren proyectos. Me acompañan.

¡Honor para esas voces presentes! ¡Que los dioses sean con ellos!

Y usted, querido amigo, me leerá el próximo domingo? Gracias. Lo espero.


anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx
(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 10 de mayo de 2009)

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