martes, 4 de noviembre de 2008

¡DON JUAN! ¡DON JUAN!


¡Buen domingo, querido lector! Es inevitable hablar de Don Juan, de José Zorrilla y de Tirso de Molina, origen de la figura más perversa de los galanes de la literatura, si bien da un poco de trabajo llamar galán a quien seduce mujeres sólo para ingresarlas en su estadística de victorias eróticas. Es indudable, Tirso lo odiaba: le dio todos los defectos posibles, pero le dejó una gran virtud aunque también fue pervertida: maravilloso espadachín. Sin moral, sin religión, sin respeto a la sociedad, negado por su propio padre, Don Juan, desde su nacimiento de la pluma de Tirso en el siglo XVII, ha sido trasunto de secretos ideales masculinos, de esos que se callan en público y se practican en lo privado: la seducción. ¿Por qué un joven veinteañero de hermosa y magnífica apariencia (lamentablemente travestido por el actual teatro de burlesque) es elevado a la categoría de héroe antisocial? ¿Por qué este espectacular libertino es admirado por sus actos indudablemente delincuentes?

Gregorio Marañón, en su Don Juan. Ensayos sobre el origen de su leyenda, intenta “resaltar la importancia de los factores psicológicos en la formación de esa leyenda” que, ya sabemos, antes de aposentarse en el Siglo de Oro, había recorrido toda Europa, y aún más, su abolengo se origina en ilustres mitologías. Dice el doctor Marañón:

La mente de los grandes creadores, es decir, el pueblo y los genios, obedece siempre, sin saberlo, a razones espirituales profundas cuya trama y mecanismo no perciben los contemporáneos; y sólo al cabo de los siglos, cuando cien años se ven como si fueran una hora y la humanidad como una compañía de actores, y el mundo como un escenario, sólo entonces, esos hilos invisibles que mueven la génesis de cada cosa, sólo entonces, se empiezan a entrever.

Marañón, caritativamente piadoso frente a los enfermos sociales, llama a Don Juan “varón constantemente amado y perdurablemente incapacitado para amar”. Estoy segura de que nosotros, los que no somos psiquiatras, llamaríamos a este blasfemador irreverente con una frase un mucho más enérgica.

Ramiro de Maeztu, el prolífico ensayista de la Generación del 98, afirma que la sombra de don Juan ha recorrido Europa, y

cada nación y aun cada artista ha concebido el suyo, lo que no es obstáculo para que todos ellos puedan dividirse en dos grandes clases: el Don Juan de los pueblos del Norte, y aun Italia, que es el Don Juan enamorado, y el don Juan de España, el de Tirso y el de Zorrilla, que es el Burlador.

Maeztu considera que el Don Juan de Zorrilla está mejor escrito que el de Tirso. Y yo me permito agregar: es más real, menos ingenuo, más coherente en su indiscutible incoherencia. Así mismo, los versos de Zorrilla son más “atractivos” por su donosura verbal, por su musicalidad (Inés, alma de mi alma, / perpetuo imán de mi vida, / perla sin concha escondida / entre las algas del mar; / garza que nunca del nido / tender osasteis el vuelo / al diáfano azul del cielo / para aprender a cruzar), o por su eficacia impactante (Llamé al Cielo y no me oyó; / y pues sus puertas me cierra, / de mis pasos en la Tierra / responda el cielo y no yo), si bien carecen de la profundidad a la que Tirso sí supo llegar.

Llevado y traído por todos los escenarios del mundo, la figura de Don Juan se arraiga más como símbolo de una época ya lejana de los ideales renacentistas que como representante de “lo masculino” en imaginarios populares por demás llamativas y complejas. En México, José Zorrilla leyó su Don Juan Tenorio, ante Maximiliano de Habsburgo, en su teatro particular como lector de cámara. Y desde ese día, hace casi ciento cincuenta años, Don Juan se quedó en México, primero como figura retadora, luego como sombra idealizada, después como personaje trágico, para luego, en los últimos treinta años, sostenerse en la escena del teatro de más baja estofa, ridiculizado, recortado, sobajado a gañán de plazuela. Perdida ya su esencia, ajeno a su origen mítico, Don Juan representa ahora a la chusma ebria que grita un torpe reto a la Muerte y a la Vida. El público actual ya no conoce ni siquiera el nombre de José Zorrilla, mucho menos el de Tirso de Molina: Don Juan es sólo un fantoche de aparición cíclica que divierte malamente a los necesitados de las risotadas.

¿Y me leerá la próxima semana? Gracias. Aquí estaré.

anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx
(columna publidada el 2 de noviembre de 2008)

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