jueves, 12 de febrero de 2009

LAS VOCES DEL BARRO


¡Buen domingo, querido lector! ¡Esculpir! Retirar de la piedra virgen todo elemento extraño hasta que emerja de ella sólo un sonido, sólo una mirada, sólo un sabor, sólo una textura. Convertir el polvo en materia viva. Labor de dioses. El oficio nos remite a Pigmalión y a su muchacha de marfil, imagen rediviva de la esencia femenina, pero sin sus riesgos, sin sus daños. El escultor ruega a Venus le dé una compañera semejante a la creada por él. La diosa lo compensa: su pétrea dama es humanizada por la diosa. Éste es el mito más bello del Arte. Y es inevitable recordarlo cuando acudimos a una exposición donde las piedras han sido elevadas a rangos artísticos, ciertamente, pero también a la dignidad de un oficio que modela, que cincela, que libera emociones yacentes en el polvo aglutinado del más sagrado de los orígenes.

Salvador Mitre presenta en la Casa de la Cultura de Tampico una exposición intitulada “HUEHUETL”. Sesenta ancianos dialogan frente a nosotros. Sus cuchicheos, atrapados en la nobleza de la cerámica, son audibles para quien los aperciba con la imperturbabilidad de quien los moldeó. Sus miradas ya no se detienen en la inmediatez de la existencia: sólo perciben espacios, instantes, distancias. Sus sentidos descubren el buqué de cada momento. Son historia en sus múltiples ramas. Sólo puede palparlos la atmósfera evanescente de los mensajes mudos. Sus cuerpos alongados y magros reposan en esteras imperceptibles. Algunos, acompañados por canastos de labor doméstica, no quieren desprenderse del humus y se arraigan a sus tareas ancestrales. No son grupos parleros, sino reuniones graves cuya charla conduce temas de una evidente importancia: quizá el destino, quizá el orden, quizá el hombre mismo. Otros prefieren la soledad, madre amiga que les confiere el don de saber el porqué de los sucesos, de comprender las pequeñas y las grandes razones, de poseer el mundo.

Atinadamente, al centro del salón fue colocada una banca frente a los sesenta ancianos. Es necesaria. Allí, en su reposo, se escucha a esos actores forjados en la cerámica, aunque no se les vea; se aprende de sus ojos eternos aunque una ceguera luminosa los custodie; se participa

de su gran diálogo con la Vida y con la Muerte, aunque no se les haga la cortesía de visitarlos; se comparte su presencia, aunque el silencio invada la estancia. Pero allí también, después de unos segundos, acogeremos su palabra, esa señal emanada de una vírgula etérea, eterna, inmortal.

Tres estelas reposan frente a ellos desde su atávico origen: majestuosos testigos que enmarcan el Espacio.

Desde hace casi diez años Salvador Mitre es un artista de tiempo completo. Se realiza en la escultura con maestría y con amor: para ella vive y ella es su manera de estar en la vida. Sus días, mañaneros y disciplinados, son eminentemente activos: participa de los quehaceres culturales del puerto, se acerca a otras expresiones del arte, hace amigos, escucha música, ama a sus gatos. Sus proyectos, más escultóricos que pictóricos, bullen en su mente, crean zonas cromáticas sostenidas por piedras dóciles entre sus manos.

Conversar con Salvador Mitre es recibir una lección de fortaleza de espíritu. La serenidad que le es propia, y que ha transmitido a su obra, lo acompaña a contemplar su entorno desde el bien que lo rodea. Su charla recorre distintos matices: música, pintura, hogar, viajes, materiales de trabajo, economía familiar, recuerdos de horas idas, y todas esas memorias conformadoras de la historia de un escultor que puede ver su pasar cotidiano desde la baranda de los proyectos accesibles, de la conciencia plena de su ser personal y estético.

Lo invito, querido lector, a visitar esta exposición. Estará abierta hasta el día 15 de febrero. Y no lo olvide: desde la banca central puede escuchar muchas voces.

¿Y me leerá el próximo domingo? Gracias. Lo espero.
(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam., el 8 de febrero de 2009)

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