lunes, 20 de octubre de 2008

LEER PARA ESCRIBIR


¡Buen domingo, querido lector! Las palabras nacen de las palabras y los pensamientos de los pensamientos. Una idea, un concepto, una sensación, pueden generar, con sólo rozar nuestras fibras sensibles, el desencadenamiento de una dialéctica inevitable y creadora. Pero, ¿cuándo surgen estos encuentros, estas circunstancias emisoras de dardos que aguijonean nuestro pensamiento? Aunque parezca una afirmación extremosa, cada acto en el que participamos es un venero permanente de situaciones riquísimas, de infinitas propuestas, de mil posibilidades de reflexión. Algunas de ellas amaran en las superficies y son muy accesibles, casi evidentes; otras yacen bajo pesados escombros verbales a las que sólo se puede arribar si se vadean las aguas, y quizá muy pocas, muy pocas, gracias a la agudeza de su estilete, pueden penetrar hasta las raíces abisales de nuestras oscuridades más recónditas y tocar núcleos, por algún motivo ocultos hasta para nosotros mismos, y cimbrarnos en diferentes tonos.

Una presencia provocadora de ideas es, indudablemente, la lectura: de ella parte el reverbero proveniente de otras inteligencias, y se contacta por los maravillosos vasos comunicantes que nos unen a todos los seres sobre el planeta. Las circunstancias motivadoras de la cercanía con el fluido que corre por estos vasos dependen de un delicado percutor, irrelevante en cualquier otra situación, pero que, al darse en puntuales coincidencias (preferencias, debilidades, gozos, repudios, desprecios), provoca destellos inesperados, luces no previstas, intensidades desconocidas. Ésos son los segundos preciosos conductores hacia universos de contingencias maravillosas.

Cada uno de esos “segundos” es poliédrico y expone el filo de sus aristas, y cada uno de nosotros responderá ante ellos con su bagaje particular, con sus personales acervos, con lo guardado en su bodega, con su escarcela personal: lecturas, visitas, conversaciones, relaciones, y todas las conocencias dables. El resultado debe ser excelente: quien está en alerta lleva, siempre dispuestas, armas suficientes en su faltriquera. Pero ese resultado brinda distintos grados de riqueza: desde las cavilaciones mesuradas y prolijas hasta la carga opulenta que hace baza con toda nuestra gama de recursos. Algunos versos remiten hacia una experiencia individual, determinados personajes de ficción sugieren intensas introversiones, ciertas historias abren vía hacia hechos reveladores, hay situaciones que obligan a enfrentar las propias verdades, más de una metáfora envía a paraísos insospechados, e incuestionables afirmaciones ponen en jaque todos los esquemas éticos o estéticos. Sí, querido lector, la lectura es la más sagaz sediciosa contra la rutina y la mediocridad, es la más refinada constancia de nuestra capacidad para comprender el cosmos, es el método más develador del mundo emposado en nuestros abismos.

Pero hagamos una prueba. Lea usted lo que guste, y luego, cuando haya concluido la lectura, verá cómo se van elevando desde sus adentros unas ganas enormes de contradecir, de afirmar, de abundar en ejemplos, de recordar experiencias, de hablar… y si no tiene a nadie delante, sentirá la necesidad enorme de comunicar sus impresiones y, aún más, puede llegarle una sed tan agobiante de comentar lo leído –recordatorio de naturales vivencias– que escribirá, sí amigo mío, estoy segura, escribirá, tal vez apuntes, quizá notas, pero escribirá, o, de no ser así, se sentirá poseído por una necesidad enorme de escribir. ¿Hacemos la prueba?

¿Lo espero el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.
(Columna publicada el 19 de octubre de 2008)
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