lunes, 21 de julio de 2008

PERRAULT Y CAPERUCITA


¡Buen domingo, querido lector! Perdone mi insistencia en comentar asuntos de los relatos que escuché en mi infancia, pero desde que vi a Jorge de la Peña, el cuentacuentos porteño que lleva su oficio volandero a las bibliotecas municipales de nuestra ciudad, se me han removido una ola de imágenes plásticas y acústicas que, ahora, necesitan emerger de mi memoria. Caperucita ha vuelto a mí y me doy cuenta de que es el texto “infantil” más breve que conozco y que quizá a esa virtud –gran mérito narrativo– deba no sólo su eficacia, sino la memorización que hemos hecho de él. Pocos personajes han permanecido de manera tan definitiva en el ideario universal aunque, ciertamente, en diferentes versiones, adendas y corrigendas que cada cultura le ha impuesto. Arraigada en el folclore, atomizada por el psicoanálisis, recreada por la literatura, Caperucita ha sobrevivido desde sus orígenes orales hasta las más recientes ediciones para infantes de educación posmoderna. En el origen, un mito primigenio: el temor, fuente inagotable que ha vaciado sus veneros en tantos recipientes. Y como consecuencia natural: la advertencia hacia los peligros …

En cuanto sucesión de hechos, al incluirla en sus famosos CUENTOS DE MAMÁ OCA (1697), Charles Perrault fue quien dio vida eterna a “Caperucita”, aunque no todos los eruditos en el tema estén de acuerdo con ese crédito. Mucha turbiedad empaña las voces de antigua data y resulta casi imposible llegar a precisiones filológicas. Pero esto no es lo importante para quienes sólo se interesan en la parte fabulosa de lo que ha trascendido hasta nuestros días. Por las variantes conocidas en distintas literaturas, “Caperucita”, como cuento, y Caperucita, como personaje, evidencian la búsqueda de escuchas perennes, marchamo que delata las asperezas de su pasado oral.

Charles Perrault, contemporáneo de La Fontaine, de Racine, de Fénelon, de Molière, de Boileau, fue partícipe muy activo de las brillantísimas luces del áureo siglo del Rey Sol. Ingenioso, astuto, culto, Perrault era, sobre todo, un agudo termómetro de la atmósfera que representaba el núcleo primordial de su momento. Su desempeño en la política hizo que sus juicios fueran tenidos en cuenta por quienes asesoraban las altas esferas. Presidente de la Academia Francesa (fundada en 1635 por Richelieu), impuso criterios y su estética exigió reflexiones que habrían de modificar el pasado y el presente de aquella cultura equilibrada y singular. Instruido en los más conspicuos colegios, abogado, escritor, editor, poeta, crítico literario, se interesó en la educación que niños y jóvenes debían recibir (él mismo fue un padre cuidadoso en estos menesteres), trabajó celosamente en los materiales didácticos adecuados y encontró en el género cuentístico el vehículo inmejorable de los fundamentos éticos que habrían de fortalecer el carácter de los educandos.

Ante un personaje de tal magnitud, las preguntas pugnan por presentarse: ¿Cuáles fueron los parámetros instructivos, morales y emocionales que el escritor tuvo en cuenta al seleccionar a “Caperucita Roja” para su colección? Su acierto fue, indudablemente, uno de los más afortunados de todos los juicios de selección literaria: a trescientos años de la primera recopilación en la que fue incluida, “Caperucita Roja” se mantiene firme: en la oralidad, en la literatura, en el psicoanálisis, en el arte, en la artesanía. ¿Por qué?, ¿cuál fue la esencia inmarcesible que Perrault avizoró en personajes y hechos?, ¿a quién representa Caperucita allá en el fondo de nuestros abismos?, ¿de qué esencias está hecho el Lobo?, ¿en qué parte de nuestro inconsciente y del imaginario colectivo está la casa donde una indemne abuela aguarda? Pero… ¿quién es Caperucita?, ¿quién es la abuela?, ¿quién es el Lobo?, porque sin esta trinidad “Caperucita Roja” no puede existir.

Es indudable que los “cuentos infantiles” han emposado nuestros atávicos sedimentos. En ellos radican las emociones pretéritas y los primeros encubrimientos… ¿o no lo cree usted así?

¿Lo espero el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.

(publicada el 20 de julio de 2008)

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