lunes, 7 de julio de 2008

¡HEMOS SIDO ENGAÑADOS!


¡Buen domingo, querido lector! ¡Ay, amigo mío!, no quiero ser aguafiestas, pero tengo que decirle algo muy grave: ¡usted y yo hemos sido engañados! ¡Perdóneme, pero no puedo guardar el silencio que las buenas maneras ordenan!… ¡Hemos vivido en la creencia de una falacia! Sí, Caperucita Roja, la confiada niña que ha atravesado la espesura de los bosques de Francia, no es un personaje creado por Charles Perrault. ¡Tampoco lo fue Barba Azul! ¡Y lo peor!… ¡nuestra amada Cenicienta nunca surgió de la imaginación de aquel cuentista francés (1628-1703) que en el siglo xvii atizó con su pluma la curiosidad de sus lectores! Pues nada, ahora sabemos que sus más famosos personajes proceden de las antiguas tradiciones que narraban las viejas al pie del fogón, de los relatos interminables con que las niñeras intentaban dormir a los pequeños rebeldes en aquellos no tan oscuros años. Sí, amigo lector, ¡hemos sido engañados! Caperucita Roja no tiene trescientos cincuenta años: es más antigua que la sarna y ha sido tragada por el lobo más millones de veces de los que usted y yo suponíamos. ¡Esto no tiene nombre! Y permítame que le explique el porqué de mi indignación: como toda persona bien nacida, conservo mi edición de los CUENTOS de Perrault, y allí habitan, ¡como que la tengo enfrente!, los nueve clásicos: la Bella Durmiente del Bosque, Caperucita Roja, Barba Azul, el Gato con Botas, las Hadas, Cenicienta, Riquete el del Copete, Pulgarcito y Piel de Asno. Disculpe que le presuma: mi edición es de lujo, pero, como suele suceder con estas ediciones tan pomadosas, pues no tiene prólogo, ni unas miserables líneas que me hubieran alertado sobre quién recopiló ese palpitar del viento que llevaba y traía tantas historias que ya estaban “allí”, en el conocimiento de todos. Gran mérito el de Perrault, no cabe duda: a su esfuerzo filológico debemos la compilación de los textos más arraigados en la conciencia de nuestro más profundo imaginario al que, claro está, él le impuso su estilo y su estética. Hoy sabemos que también escribió alguno que otro cuento de su propia cosecha, pero… vaya usted a saber. ¡Yo ya no creo nada! Confieso que había imaginado a Perrault como al gran abuelo de cuya voz ensortijada iban desgranándose, como en una catarata infinita, los seres con los que había compartido los distintos momentos de su vida. Y me dirá usted: “Oye, Ana, pero, ¿quién te contó tamaño infundio?, ¿quién fracturó tu sueño?” Pues nada, querido lector, quién iba a ser sino un tipo odiosísimo que realizó un estudio muy prolijo y muy enjundioso relativo a las tradiciones orales del folklore francés. ¿Qué como se llama? Pues mire, sólo por tratarse de usted, que aguanta vara leyéndome pacientemente todos los domingos, voy a decírselo, que si no… El viejo horroroso se llama Paul Delarue, y el libro: LE CONTE POPULAIRE FRANÇAIS. CATALOGUE RAISONNÉ (Erasme, 1957). Y no le digo que se lo recomiendo porque no quiero que haga usted un entripado como el que yo he sufrido. Ya le sugeriré algo que no le destruya el ánimo.
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Pero esta experiencia me la tengo merecida por no haber recordado que lo que amamos en la infancia es demasiado adventicio y que se empoza en nuestro naciente espíritu de una manera irracional, tan sólo por costumbre, y las consecuencias son muy caras: justo lo que me acaba de pasar a mí al descubrir que fui engañada durante mis últimos trescientos cincuenta años. En fin, querido amigo, renovarse o morir, enfrentemos la verdad: la voz de los originales sentimientos, la de los ancestrales miedos, conlleva, desde sus prístinos orígenes, cadencias eternas que la emoción popular –natural y directa– recoge en su movible diapasón y envuelve en sedas o en harapos, en alegrías o en terrores, en risas o en desdichas, y las trasunta, según su momento, en personajes que no mueren, que tan sólo van modificando su vestimenta, su modo de sonreír, su manera de herir, sus razones para vivir. ¡Igualito que nosotros, querido lector, igualito que nosotros! Todo evoluciona. O, ¿no lo cree usted así? Volvamos, pues, a nuestros “cuentos infantiles” y encontremos en ellos, con el ritmo del Tiempo, el timbre de nuestra propia voz, y ¡a disfrutarlos!

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Y usted, querido lector, ¿me leerá el próximo domingo? Gracias. Espero no mentirle nunca. Bueno, eso espero.


(Publicada el 6 de julio de 2008)
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