lunes, 15 de febrero de 2010

DISIDENTES


¡Buen domingo, querido lector! Hay palabras cuyo transcurso alebrestado ha ganado para ellas alguna mala fama, y conviene –me parece– restituirles su original valor. Éste es el caso de disidir. Según dice el Diccionario, disidir significa “separarse de una creencia o conducta o doctrina común”, esto es: no estar de acuerdo con los conceptos generalmente sostenidos por una sociedad, una empresa, una institución o, simplemente, un grupo familiar. A todos nos ha sucedido el no estar de acuerdo con. Y esto es explicable. Cada uno de nosotros tiene una historia personal que incluye desde nuestra estatura, raza y nacionalidad, hasta la clase social, educación recibida en el hogar –en el caso de haberlo tenido–, nivel de instrucción alcanzado y, naturalmente, las aficiones o las preferencias personales, desde las gastronómicas hasta las sexuales. Estos datos nos otorgan una especie de tarjeta de identidad donde se manifiestan nuestras simpatías y nuestras diferencias: es nuestra individualidad. Pues bien, esa individualidad nos compromete a ejercer el derecho de pensar, de generar nuestras propias ideas y, naturalmente, de aceptar o repugnar tales o cuales principios aunque éstos vengan de voces famosas o principales.


Es muy fácil decir en una mayoría que dice , o decir NO en una mayoría que dice NO. ¿Por qué? Pues porque no es sencillo ir en contra de las mayorías aunque sepamos bien que las mayorías ¡nunca!, por ser mayorías, tendrán la razón. No sólo no es sencillo, también puede ser peligroso. Además, el decir cuando todos dicen nos ahorra el acto de pensar y nos instala en esa acomodaticia mediocridad que suele lanzar al hombre a toda clase de precipicios. Ser mediocre significa ser “de calidad media”, y ni siquiera se relaciona con la magnífica aurea mediocritas horaciana, esa mediocridad dorada, ese término medio cuya tranquilidad es preferible a cualquier estado superior engañoso y, desde luego, riesgoso.


Pero ¿qué pasaría si, por la comodidad de no hacer trabajar nuestro intelecto, o por el miedo a responsabilizarnos de nuestras ideas, apoyamos a las mayorías sólo porque son mayorías? Sí, así es, en un cierto tiempo nos habremos convertido en seres automatizados en hechos y en actitudes: nos habremos mecanizado. Por el contrario, las miradas que contemplan los problemas desde otros ángulos, las que se ubican en otras perspectivas, las que hacen un alto en los aspectos no detectados, las que poseen claridad en sus convicciones, son las que ejercen la disidencia.


Es obvio: la disidencia tiene sus bemoles. Debemos ser cautos cuando escuchamos su voz. Disidir no es caer en la anarquía propugnadora de la desaparición del Estado y de todo poder. ¡Cuidado! No, no se trata de ir en contra de la autoridad ni del orden social. No. Tampoco induce hacia el desconcierto o a la incoherencia o al barullo. No. Disidir es el sagrado derecho a “no estar de acuerdo”, el derecho a expresar el punto de vista personal y el derecho a ser escuchados.


¿Quiénes son los disidentes? Quizá todos: todos los que no estén de acuerdo con las peligrosas mayorías, siempre y cuando que su disidencia esté fundamentada. No olvidemos que nuestra visión será más clara mientras menos ignorantes seamos, mientras más amemos a nuestra Madre Naturaleza, mientras más respetemos a la sociedad, a sus individuos y a sus leyes, mientras más comprendamos al hombre y sus derechos, mientras más conozcamos nuestra historia, mientras de manera más alerta mantengamos un perenne diálogo con nuestro entorno. Estas condiciones autorizarán siempre cualquier disidencia. ¿O no lo cree usted así?


Y dígame, nos veremos aquí el próximo domingo? Gracias. Lo espero.


anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx

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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 07 de febrero de 2010).


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