¡Buen domingo, querido lector! Estamos en la semana de Pascua. ¿Le parecería bien si acudimos al Diccionario? Él nos informará académicamente sobre estas fechas? Textualmente dice:
Del latín vulgar pascŭa, éste del latín. pascha, éste del griego pasja, y éste del hebreo pesaḥ, influido. por el latín pascuum, lugar de pastos, por alusión a la terminación del ayuno.
Además de recomendar que escribamos Pascua con inicial mayúscula, el Diccionario nos ofrece algunas locuciones cuyo uso no nos es tan ajeno. Por ejemplo:
De hecho, lector amigo, nos encontramos en el tiempo pascual, es decir, el que se inicia en las vísperas del Sábado Santo y acaba con las completas (últimas horas canónicas del día) del domingo de Pentecostés (del latín pentecoste, y éste del griego pentecosté: quincuagésimo) que alude a la fiesta de los judíos instituida en memoria de la ley que Dios les dio en el monte Sinaí, y se celebraba cincuenta días después de la Pascua del Cordero. Así pues, dados los motivos de estas memorias, el período pascual exige cierta reflexión sobre importantes momentos: los vividos por un pueblo que logra su libertad, la Pasión de Cristo y su Resurrección.
La usual afición a calendarizar nuestras emociones, nuestros sentimientos, nuestras alegrías, ha bifurcado este período hacia dos vertientes: una, orientada hacia el pago de las culpas de índole psicológica (afán de responsabilizarnos de daños posiblemente causados por acciones u omisiones que hemos creído cometer), que se resuelve con la asistencia a los lugares piadosos, y otra, alejada definitivamente de toda actividad religiosa, que se evade, con culpa o sin ella, hacia el ejercicio vacacional autojustificado en el “trabajo excesivo” que padecemos. Desde luego no llegamos a la culpa teológica (transgresión voluntaria de la ley de Dios): para ello necesitaríamos ser profesionales en esta área del conocimiento.
Pero ¿a qué se deben estas dos vertientes tan opuestas: una al ejercicio religioso y otra a la vacación? El origen es claro: todo aquello que sugiere celebración, de cualquier índole, tiene como resultante una fiesta, y una fiesta es siempre la ruptura de las normas usuales. Es el caso de los domingos, días que rompen el orden hebdomadario establecido en los hábitos comunitarios (Domingo de Adviento, Domingo de Cuasimodo Domingo de la Santísima Trinidad, Domingo de Lázaro, Domingo de Pasión, Domingo de Pentecostés, Domingo de Piñata, Domingo de Ramos, Domingo de Resurrección). El domingo, pues, es un día para celebrar, pero celebrar no sólo es acudir a los lugares sagrados, no sólo es conmemorar o alabar o reverenciar, también significa la presencia de un espectáculo, de una reunión o de un acto de alegría en el que todo el mundo participa. Así las cosas, tanto los que van a la iglesia a cumplir con los oficios, como los que se encaminan a vacacionar, están en lo justo: ambos cumplen con la celebración propuesta por el calendario.
¡Y me leerá el próximo domingo? Gracias. Aquí lo espero.
(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 12 de abril de 2009)
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