martes, 2 de diciembre de 2008

JUANA INÉS DE LA CRUZ


¡Buen domingo, querido lector! Hoy debemos recordar a una de las figuras más prominentes de nuestro siglo XVII, sor Juana Inés de la Cruz. La acompaña en tan señalado sitio otro mexicano ilustre, don Carlos de Sigüenza y Góngora, su amigo, su hermano en las letras y en el amor a la incipiente México.

Conocemos la imagen de sor Juana por sus retratos más famosos: el más antiguo, el del español Juan de Miranda, la presenta de pie, con la mano izquierda en la portentosa camándula; no parece que vaya a escribir, sólo nos dice que lo hace. En el del oaxaqueño Miguel Cabrera, aparece sentada, menos tensa, y repasa elegantemente las páginas de un enorme libro mientras acaricia con detenimiento las inevitables cuentas. Ambas imágenes ostentan una cierta afectación y una morbosa sensualidad (resabio dieciochesco), sin faltar los obligados signos de oficio: la biblioteca como fondo y la péñola dispuesta a la escritura: Juana Inés fue contadora de su convento, así como hacedora de pastorelas y de poemas circunstanciales para festividades religiosas solicitadas periódicamente por otras comunidades, labores artesanales-comerciales que le permitieron un capital suficiente para adquirir la propiedad de su celda donde, entre instrumentos artísticos y científicos, recibía la cotidiana visita de don Carlos de Sigüenza.
Los retratos de la monja coinciden en presentarnos a una mujer de notoria hermosura: óvalo perfecto, grandes ojos inquisidores con cierto aire rencoroso, labios carnosos de buena conversadora, indudable señorío y una cierta timidez que no puede guarecerse entre las seguridades que engalanan a la religiosa: ella sabe quién es, conoce su obra y la de sus pares en la España de Felipe IV, Carlos II y Felipe V. En sus manos se intuye la suavidad de quienes no tienen cercanía con labores domésticas: poseía servidumbre encargada de los quehaceres ingratos. Los infolios y el reloj que enmarcan su persona muestran sus actividades diarias que -parece decirnos- ha debido interrumpir para posar ante el mundo.

La ascendencia peninsular y criolla dejó en el rostro de la poeta cierta fineza de rasgos: don Pedro Manuel de Asbaje y Vargas Machuca, el padre, era un caballero vizcaíno y sólo eso sabemos de él. Doña Isabel Ramírez de Santillana, la madre, criolla, declara haber tenido seis hijos antes del advenimiento de Juana Inés, todos, como Juana, naturales, es decir, sin padre con responsabilidad oficial.
Don Julio Jiménez Rueda sugiere que sus cabellos debieron de ser “ensortijados, finos, de un castaño elegante y tal vez un poco sensual”. Don Marcelino Menéndez y Pelayo, más atrevido, afirma. “Sin dar asenso a ridículas invenciones, ni forjar novela alguna ofensiva a su decoro, difícil era que, con tales condiciones, dejase de amar y ser amada”. No lo creo: el amor en aquel siglo era más bien una fórmula ritual cuyo ejercicio requería de una destreza casi coreográfica, como la de un minué, y dudo mucho que el espíritu superior de la escritora cayese en esa clase de debilidades: el amor, indudablemente conocido por la artista, representó para ella algo más que la frivolidad de los salones. Y visto de manera convencional, ella sólo podía ofrecer un linaje impuro, ninguna dote y una inteligencia superior, pobres bienes en una sociedad de intercambio económico de alto calibre. Pero del juego social llamado “amor” Juana Inés llegó a conclusiones nada gratas y de ellas dejó constancia en sus famosas redondillas.
Su primer biógrafo, el jesuita Diego Calleja, no la conoció, pero sí trató a algunos de sus contemporáneos. Él ubicó su nacimiento el 12 de noviembre de 1651, y se ha conservado esta fecha para rendirle homenaje. Octavio Paz afirma, de acuerdo con la fe de bautismo encontrada por Alberto G. Salceda y Guillermo Ramírez España, que Juana Inés nació el 2 de diciembre de 1648, como “hija de la Iglesia”, eufemismo que significa: hija natural. Murió el 17 de abril de 1695, a los cuarenta y seis años y cinco meses.
Sor Juana no innovó en el juego poético, sólo fue seguidora. Su mérito mayor fue su don reflexivo, su capacidad crítica, su comprensión del mundo, su independencia, su nacionalismo, su mexicanidad. Con Carlos de Sigüenza, es la primera en avizorar para México una realidad propia; de ella proceden nuestras prístinas voces libertarias. Leámosla en su honor.
¿Y usted me leerá el próximo domingo? Gracias. Lo espero.
(columna publicada el 30 de noviembre de 2008)

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