lunes, 1 de marzo de 2010

IDENTIDAD


I. los signos


¡Buen domingo, querido lector! Qué le parece si hoy hablamos de esa palabra tan traída y llevada, cuyo significado esencial nos representa. Me refiero a la palabra identidad. Tomo del Diccionario sus tres primeras acepciones:


1. Cualidad de idéntico.

2. Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás.

3. Conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a las demás.


Todas las comunidades conservan lo que las signifique en su devenir, y las defina en cualquier tipo de expresión: arquitectura, pintura, música. Ciertamente, estos hitos (en el sentido de “persona, cosa o hecho clave y fundamental dentro de un ámbito o contexto”) llevan consigo las contaminaciones propias de la evolución que los va enriqueciendo y, por ello mismo, se van arraigando material e idealmente como señal de su paso en un proceso, y como hecho fehaciente y comprobatorio que reclama su sitio en la historia. Respetar, mantener, restaurar estos elementos define la cultura de una comunidad. Destruirlos muestra el desamor por el pasado, sugiere que ese bien avergüenza, refleja el repudio de lo propio; en resumen, es el mejor ejemplo del desconocimiento de los valores más acendrados, es la maligna capacidad de nulificar nuestro futuro por cuanto se niega a las nuevas generaciones el sagrado derecho a la asunción de su origen, a la comprensión de su paisaje.


Los historiadores y los cronistas lo saben: es su materia de trabajo. Cada objeto, cada papel, cada edificio, cada mapa es un testigo: conforma e ilustra los hechos en los que ha participado una comunidad. En ellos, si se les sabe leer o interpretar, “constan datos fidedignos o susceptibles de ser empleados como tales para probar algo”.


¿Por qué conservamos y hasta defendemos con denuedo los últimos restos de una construcción pretérita, pero representativa de nuestro ser histórico? La respuesta es obvia: ellos constituyen nuestra identidad, la que nos hace únicos, distintos.


Los gobiernos preservan nuestros bienes culturales en cualquiera de sus expresiones y dictan leyes para su cuidado. Nadie puede nulificar un signo de identidad aunque enarbole argumentos de índole estética o política. Y, por supuesto, su preservación no está a decisión popular o centralista.


Vayamos a los extremos: ¿qué calificativo nos merecería Grecia si demoliera o reubicara los monumentos de su Acrópolis para agregar otros más “de moda”? ¿Y París, si derribara su Torre Eifeel para ocupar su espacio con algún edificio de mayor interés actual? ¿Y Nueva York, si echara abajo su estatua de La Libertad para sustituirla por un edificio más acorde con el mundo de la tecnología? ¿Y el Distrito Federal, si por resabios nacionalistas destruyera la estatua ecuestre de Carlos IV, nuestro famoso “Caballito”, para dejar allí sólo un recuerdo de él mismo?


No, caro lector, No me responda. Usted y yo estamos de acuerdo: coincidimos con los principios que sostienen la tarea de cronistas e historiadores, esos vigilantes de cada paso que damos en el tránsito vital de nuestra ciudad, siempre a la salvaguarda de nuestro pasado, de nuestros bienes, de nuestra cultura.


¿Me leerá el próximo domingo? Espero no fatigarlo porque pienso continuar dándole vuelta a estas ideas. Estoy segura de que las compartiremos. Lo espero.


anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx

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(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 21 de febrero de 2010).

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