sábado, 18 de abril de 2009

DE LO EXTRAORDINARIO


¡Buen domingo, querido lector! ¿Me permite continuar hablando de cuentos? Me llueven las preguntas a propósito de este género. Todos tenemos mucho, mucho, qué contar, pero cuando queremos aposentar la realidad en la literatura, es necesario someternos a las normas que exigen todos los oficios.

Los cuentos son entidades textuales construidas para obsequiarnos hechos extraordinarios. ¿Y de dónde van a surgir? Pues del mismo lugar de donde sale todo: de lo habitual, de lo ordinario. Y en esto consiste el arte del cuentista: descubrir lo extraordinario en lo ordinario. O dicho de otra manera: mostrar cómo en la existencia más insulsa o más anodina, puede brotar algo que la convierta en única. Y estas pequeñas cápsulas de excepcionalidad, presentes en todas las vidas, son capturadas por los cuentistas para entregarlas a los lectores.

Pero, detengamos el paso y escuchemos a nuestro buen amigo, el Diccionario de la Academia, decirnos algo sobre lo extraordinario:

1. Fuera del orden o regla natural o común. 2. adj. Añadido a lo ordinario. Gastos extraordinarios Horas extraordinarias
. 3. m. Gasto añadido al presupuesto normal de una persona, una familia, etc. 4. m. Número de un periódico que se publica por algún motivo extraordinario. 5. m. Correo especial que se despacha con urgencia. 6. m. Plato que se añade a la comida diaria. 7. f. paga extraordinaria.

Cada una de estas definiciones se refiere a conceptos hermanados por una misma característica: son poco comunes, además de un tanto ajenos a los sucesos diarios, pero no son ni maravillosos ni inalcanzables. Y esto se debe a que lo extraordinario vive en lo ordinario, pero nuestra mirada gastada lo ha envuelto en una neblina tan espesa que nos impide percibirlo aunque esté frente a nosotros. Esta falla, nacida de la rutina, ha mellado la agudeza de nuestros ojos, a tal grado que ya casi no saben distinguir los sutiles detalles reveladores de momentos excepcionales.

¿Recuerda usted el cuento que inventé el domingo pasado, para ilustrar la presencia del final sorpresivo exigido por Edgar Allan Poe? Permítame recordarlo: Diariamente, una joven mujer se detiene en un parque cercano a su casa y contempla a los viandantes. Hoy lleva en la mano una bolsa con el vestido nuevo que tanto había deseado comprar; se detiene en la banca de siempre; después de un rato se levanta y se va. La bolsa ha quedado allí, abandonada.

Aquí tenemos las dos historias necesarias para un final sorpresivo: una, evidente, indica la secuencia de los hechos; y otra, secreta, apenas se asoma en la última línea, pero su presencia es contundente, definitiva, y abre una brecha hacia el encuentro con la protagonista, primordial intención del autor. Es aquí donde radica el valor de este género. Veamos por qué. Imaginemos que el narrador nos hace observar al personaje después de comprar el deseado vestido: llegar a su casa, modelar frente al espejo, cambiar de peinado, maquillarse y aparecer como una persona feliz. ¿En dónde estaría lo interesante de este relato? Definitivamente, en ningún lado: esto sería lo esperado en quien acaba de realizar un deseo: todo es lógico, explicable, natural; no es significativo en términos cuentísticos. Éste no es un cuento: es un simple relato y aquí el lector no tiene nada qué hacer.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando la conducta del personaje es contraria a lo previsto? En ese momento se abre una galería inductora hacia el mundo interior de la protagonista, y allí, encubiertos bajo sus sombras, laten los móviles secretos que la han obligado a comportarse de manera inesperada (abandono del anhelado vestido en el parque). Éste sí es un cuento: el lector entrará a saco en la historia y creará su propia versión, y habrá tantas como lectores se hayan atrevido a penetrar por la grieta que dejó a la intemperie el final sorpresivo. El autor sólo nos ha compartido su modo de ver al hombre y al mundo, y para él los deseos logrados no siempre son lo que verdaderamente queremos: almendra narrativa que invita a la reflexión.
A través de sus personajes y sus acciones, los cuentos nos inician en el mejor conocimiento de nosotros mismos, ese ejercicio que en nuestra presurosa cotidianidad ya hemos olvidado. ¿O no lo cree usted así?


¿Y me leerá la próxima semana? Gracias. Lo espero.

anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx
(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 5 de abril de 2009)

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