sábado, 29 de agosto de 2009

LOS CLÁSICOS ENCUBIERTOS

¡Buen domingo, querido lector! Calmadas las aguas, volvamos al orden, pero, le confieso a usted: mañana tras mañana reviso mi correo con la ilusionada espera de algún desacuerdo. Éstas son las maravillosas oportunidades para compartir ideas. Ande, anímese. Mientras llegan noticias, ¿podríamos recordar algunas frases célebres cuya procedencia hemos atribuido siempre al orden doméstico, dado el tono o el matiz que las reviste? Mire usted, si hurgamos en los lexicones nos topamos con los orígenes más extraños.

Escuche usted ésta: ¡LA ROPA SUCIA SE LAVA EN CASA! Pues sí, este exabrupto fue emitido por el gran Napoleón Bonaparte, azote de los ejércitos de Europa. Motivos tenía, indudablemente, al saber que, en el Cuerpo Legislativo, un abogado había hecho pública gala de improperios contra su manera de gobernar. Reconozcamos: es una frasecita que suena demasiado coquinaria.

Y qué le parece esta otra: DONDE HUBO FUEGO, CENIZAS QUEDAN. No podemos ocultarlo: tiene un tufillo a romanticismo trasnochado, demasiado común, casi sin valor metafórico. Pues estas palabras poseen abolengo latino y proceden del AGNOSCO VETERIS, VESTIGIA FLAMAE, cuya mejor traducción sería: “Reconozco las huellas de una antigua llama”. Son las voces que Virgilio, el célebre escritor latino, puso en boca de Dido, la mítica reina de Cartago, para que confesara, ante su hermana, el amor que la consumía por Eneas, tanto como el que profesó a su propio marido Siqueo. Como usted puede apreciar, se refiere a ese maravilloso don de enamorarse varias veces en la vida. La revelación de Dido, afortunadamente adecuada para asuntos de amor, entró al torrente de la sabiduría y las emociones populares y el tiempo la fue gastando hasta llegar a ese comentario un tanto perogrullesco cuyo eco aún hoy escuchamos.

Usted, amigo mío, recordará de inmediato esta joya: NO DAR PERLAS A LOS CERDOS, en cuya procedencia, MARGARITAS ANTE PORCOS, admiramos la concisión clásica convertida por el vulgo en un dicho popular. Un aire elitista sobrevuela este famoso y justo juicio, apoyado por el Diccionario de frases latinas que nos advierte sobre su empleo destinado a “indicar que al ignorante no se le debe hablar de cosas que no comprende”. Aceptemos la sentencia del evangelista (Mateo 7, 6) y no pretendamos profundizar en el tema. Claro que cuando se es Mateo, la ciencia infusa lo respalda.

Tengo particular preferencia por ese juramento que emitimos cuando nos jugamos el todo por el todo, nos lanzamos a un nuevo proyecto y esperamos el buen éxito: ¡LA SUERTE ESTÁ ECHADA! En el año 48 a. C. el Senado romano había prohibido atravesar el Rubicón bajo pena de traición a la Patria. Para iniciar la guerra civil que terminó en Farsalia, Julio César desafió al Senado y cruzó el río con sus legiones diciendo: ALEA JACTA EST! No cabe duda, los grandes hombres han sido irreverentes. Y así, el Rubicón permanecerá como símbolo de un reto cuya atrevida superación asegura el triunfo.

Y ahora, esta frasecilla plena de glamour, feliz habitante de alguna crónica social elogiosa de esos distinguidos personajes, dama o caballero, preocupados por el número de dobleces que deben lucir las servilletas: ÁRBITRO DE LA ELEGANCIA. El Diccionario nos informa su procedencia: ARBITER ELEGANTIARUM, tomada de las páginas de Tácito cuando alude a Petronio, el exquisito dictador de la moda en la corte de Nerón y por cuya orden hubo de suicidarse. Por cierto, la identidad de este refinado personaje no está aún del todo definida en la historia de las letras latinas.

Bien, amigo mío, hay por ahí muchas sentencias, aforismos o frases de ilustre abolengo cuya fama les ha sido otorgada por el espaldarazo popular, no siempre en el mismo tono ni con las mismas palabras, naturalmente, pero sí con algún resabio de su glorioso origen. Es bueno darles oídos, quizá estemos escuchando a un clásico muy, pero muy encubierto.

¿Y usted me leerá el próximo domingo? Gracias. Lo espero.


(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 23 de agosto de 2009)

DE LOS RICOS DE ESPÍRITU


¡Buen domingo, querido lector! Definitivamente, estoy de plácemes. Tengo lectores muy activos: han seguido esta columna dominical y desean comentarla. Gracias, amigos, por este privilegio encaminado hacia una saludable dialéctica. Los periodistas culturales pretendemos hacer llegar nuestra voz a todos los ámbitos, dar a conocer nuestras perspectivas, transmitir nuestros juicios y encontrar una respuesta, a favor o en contra, pero indicadora de un oído atento del otro lado de la página. Esto mismo le sucede ahora a mi “dulce charla” dominical y,

En mi columna del 2 de agosto (“Acuerdos y desacuerdos”) emití un juicio que, fuera de contexto, puede provocar un eco injusto y hasta despectivo. Permítame usted, caro lector, traer aquí esa afirmación, pero dentro de su marco contextual:


Cada espíritu alcanzará su propio vuelo según desarrolle sus potencias. El que se ha informado mucho, el que se ha atrevido a penetrar las aguas profundas del Saber, el que ha sido capaz de sobrevolar los espacios infinitos en busca de las grandes verdades, ése tendrá una mayor posibilidad de acercarse al Conocimiento, a la Verdad. Y digo ¡acercarse! porque, hasta hoy, no sé de nadie que haya alcanzado tales bienes. Si usted, amigo don Jorge, desea creer que esa Verdad es enviada por una fuerza divina, es usted muy dueño de ensoñarlo, pero le puedo asegurar que no hay persona sensata en el planeta que pueda aceptar que un alguien ignorante, y cuyo espíritu sólo expele asperezas, pueda, ni siquiera, interesarse por la Verdad o por el Conocimiento.


Pues bien, este juicio, aquí subrayado, ha sido motivo de un nuevo comentario de don Álvaro Garmendia, quien ya en otra ocasión me ha hecho el honor de no estar de acuerdo con mi charla del 19 de julio (“Doña Inspiración”). Gracias por leerme, distinguido señor, y por permitirme disfrutar de la finura y elegancia de su prosa, indudablemente cultivada en páginas teológicas. Si es así, me alegra tratar con un hombre culto de iglesia. Y espero, por esta afirmación, no desencadenar algunas iras, aunque si todas vienen engalanadas en prosa paladina, como la del señor Garmendia, ¡bienvenidas!

Pero vayamos a su queja, don Álvaro. Me considera usted “muy aristocratizante” y “olvidadiza” porque “los ignorantes que por falta de bienes materiales no han llegado a tocar las cimas de la alta cultura también son hijos de Dios”. Amigo mío, en ningún momento he puesto en duda la paternidad ni la filiación de nadie. Mis intereses no se remiten a los orígenes de la humanidad. Créame: ni siquiera he pensado en Darwin. ¡Definitivamente!, don Álvaro, usted me ha malinterpretado. ¡Por Dios! (acépteme esta interjección con valor estrictamente retórico), ¿usted cree que los espíritus ásperos, ignorantes, insensibles, sólo se dan en quienes no han podido disponer de bienes materiales en abundancia? Afirmo, absolutamente convencida, que la dotación espiritual de cada sujeto no depende de la clase social, la raza, la cuenta bancaria o la edad. Usted y yo, don Álvaro, estoy segura, hemos conocido, a pesar nuestro, a personas de alto nivel económico y social cuyo comportamiento en una conferencia o en un concierto es imperdonable: ¡se duermen y roncan! Usted y yo, don Álvaro, hemos soportado con valentía y paciencia digna de Job el comentario lamentable que les merecen los libros a algunos capitanes de industria. Usted y yo, don Álvaro, hemos escuchado, inevitablemente, la parlería, sí, ¡la parlería! de opulentos y ”religiosos caballeros” sobre la muerte asestada a un toro en una tarde de arena. Y también, don Álvaro, usted y yo (eso espero) hemos disfrutado, gozosamente, la palabra de un humilde pescador arrobado ante la belleza del despertar del Sol o frente a la maravilla de los horizontes vesperales. Pues este pescador es, para mí, y quiero creer que para usted también, un espíritu refinado; los otros son los ásperos absolutamente desinteresados en la Verdad o en el Conocimiento.

Don Álvaro, por favor, con todo respeto, amigo mío, se lo ruego, tenga la bondad de volver a leer mi texto: mi formación académica no me permite ser ese tipo de elitista.

Y usted, querido lector, ¿está de acuerdo conmigo? No sabe cómo me gustaría saberlo. ¿Lo espero el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.


(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 16 de agosto de 2009)

sábado, 22 de agosto de 2009

REVUELO


¡Buen domingo, querido lector! Sí, amigo mío, casi estoy a punto de convocar a una mesa redonda en la que sean los poetas quienes diriman, de una vez por todas, qué es la inspiración. ¡Doña Margarita Dávila me ha amenazado con un Timor Domini principium sapientiae! ¡Dios de los Ejércitos! Éstas ya son palabras mayores. Permítame, caro lector, traducir para los no iniciados este latín de gente de iglesia: “El temor de Dios es el principio de la sabiduría”. Aquí entreveo más bien a un don Margarito que se viste por la cabeza: el tono del correo y esto de los latines… me suena un tanto varonil. Pero, en fin, empecemos por el principio.

¡No soy atea! El Diccionario dice, muy claramente y de una manera unívoca: ateo es “el que niega la existencia de Dios”. Y yo no he negado nunca la existencia de nadie ni de nada. En este renglón soy absolutamente socrática. Además, me da mucha flojera participar en semejantes disquisiciones. Simplemente he dicho, cuando ha sido menester: no milito en ninguna religión ni en ningún partido político; sólo pertenezco a algunas asociaciones académicas interesadas en la literatura.

Como segundo punto: nunca he traído a colación el nombre de Dios ni de ningún santo, como no sea para una interjección de índole admirativa y siempre con valor retórico, como la que me he permitido escribir en la cuarta línea de esta charla.

Y tercero: mi única afirmación, ahora y siempre, ha sido la relativa al constante ejercicio intelectual necesario en los artistas para la recepción más justa y el desarrollo más eficaz de las ideas expresadas en sus obras.

Cita usted, don Margarito, la famosa rima de Bécquer:

Locura que el espíritu
exalta y enardece;
embriaguez divina
del genio creador…
¡Tal es la inspiración!


Primeramente, no conviene leer tan a la letra: eso de la “embriaguez divina” puede encaminarse hacia otros senderos. Mejor pensemos en ese momento único en el que a un artista le es dado “conocer” algo: su exultación se eleva y el ritmo natural y cotidiano de su espíritu se altera y, por supuesto, alcanza la consunción en llamas deseantes de Conocimiento (sor Juana, el gran ejemplo). Pero esto, dice Bécquer, le sucede al “genio creador”, es decir, al espíritu preparado para el acto de crear, afinado hasta la sublimación en una altura de muy altos vuelos y que, por ello, puede apercibir lo apenas intuido por el resto de los mortales. Esto sólo le sucede al poeta. Poesía (poiesis) significa creación, don Margarito.

Tengo a la vista el diccionario consultado por usted; así lo creo porque las citas aparecen en el mismo orden. No menciono sus referencias: todos lo conocemos, y alguna vez yo misma lo he recomendado en esta columna. Además, deseo dejarle la opción de seguirlo aprovechando sin que se vea usted demasiado libresco. Pero debió citar también a don Jacinto Benavente: Yo soy un descreído de la inspiración. Lo que llamamos inspiración no es otra cosa que trabajo anterior condensado, capital de la inteligencia y del corazón, que vamos ahorrando sin llevar cuenta de su cantidad ni de su valor.

¿Por qué no creer en nuestro propio trabajo, don Margarito? El refinamiento de nuestra cultura es una labor individual. ¿Por qué no aceptar nuestras potencias? ¿Por qué no asumir nuestra autonomía? ¿Por qué esperar que alguien de origen divino nos dé, nos regale, nos entregue, nos otorgue o nos permita ser mejores? ¿Por qué no nos queremos responsabilizar de nosotros mismos? ¿No cree usted que echarle la culpa de lo que sea a alguien a quien consideramos superior es un acto muy irresponsable y, sobre todo, muy, pero muy cómodo?

¿Y usted, caro lector, me leerá el próximo domingo? ¡No sabe cómo lo espero! Gracias. Aquí estaré.


(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 09 de agosto de 2009)

miércoles, 5 de agosto de 2009

ACUERDOS Y DESACUERDOS


¡Buen domingo, querido lector! No cabe duda: hay ciertos términos un tanto abstractos que deben quedarse en el inefable mundo de las quimeras. Esto es justamente lo que sucede ante la equivocidad de palabras cuya referencia es sumamente nebulosa. Me dice don Jorge del Campo que “desea terciar en este asunto de la inspiración”. Muy, pero muy bienvenido don Jorge. Alude usted al “momento sublime en el que el hombre, por obra de Dios, recibe un conocimiento que no es para todos”. Permítame, don Jorge, respetuosamente, y sólo en términos de teoría poética, alejarnos de la palabra Dios. Y así, ya más en tierra firme y, tristemente, más pragmáticos, podremos entrar en una materia en la que yo puedo manejarme mejor y… usted también. Estoy de acuerdo: hay “verdades” y “certezas” que no están ni deben estar en el reservorio de todos. Así mismo, no todos poseen la virtud de allegarse a esas verdades o a esas certezas. Creo que hay un momento, especialísimo, en el que un artista reúne las condiciones precisas para entrever −descubrir, apercibir, comprender− un “secreto” del Universo, es decir, algo que sólo puede ser contemplado por un espíritu en particular, en un estado específico y en un momento único e irrepetible. Pero aceptemos: para que se den estas condiciones, se necesitan algunos requerimientos que no están a la mano de cualquier hijo de vecino, pero sí a la de algunos seres particularmente dotados: los artistas. No pretendo sublimar a los “poetas materialistas”, como usted los llama. No, amigo mío, no, simplemente estoy delimitando su campo de acción, porque cada ser humano ha recibido ciertos dones que lo distinguen de los demás. Veamos algunos casos.

No todos los habitantes del planeta tienen las condiciones requeridas para, por ejemplo, ser médicos. Estará usted de acuerdo conmigo en que esta profesión no sólo consiste en poseer la fortaleza de no desmayarse frente a un cadáver: hace falta que por las arterias de esos seres que visten de blanco fluya una extraña mezcla de espíritu guerrero y de alma compasiva para enfrentar, cada día, a los Grandes e Implacables Enemigos: la Enfermedad, la Ignorancia, el Vicio, y aceptar a la Muerte algunas veces como enemiga, y otras como aliada.

No, no todos los habitantes del planeta pueden ser arquitectos: ellos poseen una particular conciencia del espacio y la distancia, un saber estar en el mundo, un tener el sentido exacto de las medidas y sus consecuencias, de los colores y sus efectos, de las texturas y sus circunstancias.

No, no todos los habitantes del planeta pueden ser abogados: ellos deben ser dueños de una conciencia del espíritu de las leyes, un innato don de justicia platónica, un equilibrio entre ética y estética, una comprensión exacta entre el ser y el deber ser.

No, no todos los habitantes del planeta… no, no todos han sido investidos de los mismos dones, y así en todos los oficios, así en todas las profesiones, así en todas las actitudes ante la vida.

Pero volvamos a los poetas. Dice usted que hay “un conocimiento que no es para todos”. Absolutamente de acuerdo, amigo Del Campo: hay que merecerse ciertos regalos, y la única manera válida para aproximarse a los límites del Conocimiento es el estudio. Cada espíritu alcanzará su propio vuelo según desarrolle sus potencias. El que se ha informado mucho, el que se ha atrevido a penetrar las aguas profundas del Saber, el que ha sido capaz de sobrevolar los espacios infinitos en busca de las grandes verdades, ése tendrá una mayor posibilidad de acercarse al Conocimiento, a la Verdad. Y digo ¡acercarse! porque, hasta hoy, no sé de nadie que haya alcanzado tales bienes. Si usted, amigo don Jorge, desea creer que esa Verdad es enviada por una fuerza divina, es usted muy dueño de ensoñarlo, pero le puedo asegurar que no hay persona sensata en el planeta que pueda aceptar que un alguien ignorante, y cuyo espíritu sólo expele asperezas, pueda, ni siquiera, interesarse por la Verdad o por el Conocimiento. Los espíritus iluminados por ciencia infusa son, definitivamente, ultramundanos y, por ende, maravillosos, es decir, no se dan a la vuelta de la esquina. Los demás tenemos que aprender a escribir leyendo y escribiendo. No hay otro camino. Mi opinión, desde luego, amigo Del Campo, sólo abarca al común de los mortales.

¿Y a usted, querido lector, lo espero la próxima semana? Gracias… aquí estaré.


(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 01 de agosto de 2009)

LÍNEA ABIERTA


¡Buen domingo, querido lector! Sí, caro amigo, no siempre se comparten las ideas, y ésta es una de esas veces: debo detener el paso para hacer aclaraciones. Definitivamente, no logré la debida claridad en mi charla del domingo anterior a éste. Así me lo hace ver don Álvaro Garmendia, cuyo correo respondo agradeciéndole la gentileza de su envío: por ello le ofrezco todas mis disculpas. Afirma usted, un tanto molesto, que “mi ateísmo” “atenta contra las leyes divinas porque la Inspiración nos la ha regalado el Señor para que hagamos poesía en su honor”. ¡Don Álvaro! ¡Don Álvaro! Ni por un minuto, mientras escribía mi “charla”, tuve en mente excluir al Señor (alcanzo a columbrar que se trata de la figura divina tradicionalmente llamada Dios). Le propongo, de inmediato, hacer un paréntesis muy elemental y no involucrar a tan Alta Persona en asuntos tan mundanos. Yo sólo he hablado sobre la importancia del estudio y del ejercicio intelectual ineludibles para quien desea profesionalizar su escritura: el poeta contemporáneo, don Álvaro, debe ser una persona culta, y no puede ir por el mundo sin haber leído a san Juan de la Cruz, a Neruda, a Vallejo, entre otras cien cumbres imposibles de ignorar.

Le aseguro, don Álvaro, mi agnosticismo –mi soberbia no es tanta como para considerarme atea− no se relaciona con la recomendación permanente que he hecho y haré siempre a los jóvenes y no jóvenes a quienes he dirigido mi voz: leer, leer, leer y después… leer. No hay mejor consejo para escribir, para alternar, para corregir, para comprender, para enseñar, para disfrutar, y, quizá, hasta para saber… Y si después de las lecturas, usted, siguiendo el destino de los místicos, es elegido por la divinidad para ser depositario de su Gracia y concibe una idea, aunque sea sólo una, alégrese, don Álvaro, alégrese de haber leído y de haberse adiestrado en el manejo de la palabra: gracias a esa instrucción, gracias a esas lecturas, usted podrá asumir el mensaje enviado y… algo mejor… tendrá los instrumentos necesarios para, a su vez, transmitirlo a otros. ¿Qué le parece?, ¿no cree que esos envíos divinos bien pueden compartirse?, ¿y qué tal si es usted el feliz transmisor de ese bien maravilloso? Sería magnífico, ¿o no? Pero tenga en cuenta mi propuesta: con Mensaje o sin él, con Gracia o sin ella, si usted lee y se ejercita en el trabajo literario, siempre tendrá la capacidad de expresarse bien. Y es a esta parte del oficio de escritor a la que me he referido, porque es la única que conozco. Sé de mis límites: soy incapaz de sentirme señalada por ninguna divinidad para escucharla y emprender una tarea de magnitud infinita. Pero si usted tiene línea abierta con Dios, pues ¡adelante! ¡Esto será miel sobre hojuelas! Le deseo un buen éxito en su escritura… si se disciplina en el oficio.

Y usted y yo, querido lector, tan lejanos de las alturas inefables, ¿platicaremos el próximo domingo? Gracias. Lo esperaré con gran ilusión.


(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 26 de julio de 2009)

DOÑA INSPIRACIÓN

¡Buen domingo, querido lector! ¿Ha oído usted hablar de la inspiración? Yo sí: es una señora muy engreída a quien algunas mentes huecas le hicieron creer que implanta en el cerebro o en la imaginación o vaya usted a saber en dónde, ciertas ideas, tales o cuales emociones, algunas sensaciones y cosas así recibidas como maná por algunos espíritus sensibles. Pues bien, no creamos consejas, enfrentemos la realidad: la inspiración no existe, es una entelequia. Creamos a Hemingway: la disciplina forja al escritor. Así es, no de otra manera se podrá vencer en la inevitable lucha cuerpo a cuerpo con la palabra, con los sonidos, con los colores, con los renglones expectantes. La disciplina es el gran filtro que reduce la exorbitante presencia de los falsos artistas, sobre todo de esos visitados por Doña Inspiración. Meditemos: ¿vale la pena tener grandes visiones o ideas o cosas así si no se sabe ni tomar un pincel para expresarlas, ni qué nota acomodar en el papel pautado o qué palabra escribir en la llevada y traída página en blanco?

Sí, querido lector, lo primero es aprender a caminar, y caminar bien, y luego ya se podrá aspirar a iniciarse en la carrera del atletismo y lanzarse a participar en un maratón? Quien se arroja a una alberca desde el trampolín más alto sin siquiera saber flotar está condenado a la muerte. Sucede lo mismo cuando se pretende escribir poesía y no se ha acudido a un elementalísimo curso de retórica, ni se ha sobrevolado, aunque sea desde muy lejos, los alcores de la literatura. Si se pretende escribir, es necesario estudiar muy seriamente para no enamorarse de líneas y de imágenes ajenas, cuando no de versos completos, que luego se pretenda plagiar o fracturar con la prepotencia que da el desconocimiento. T. S. Eliot, el autor de The Waste Land, afirmó: “Siempre me ha parecido poco aconsejable violar las reglas antes de aprender a observarlas”.

No creamos en esos aspirantes a poetas cuya propuesta de “empezar desde cero” y “descubrir la verdadera palabra” pretende, con inútil afán iconoclasta, destruir lo construido en miles de años de trabajo artístico. Desde luego, si se trata de un ejercicio de intención catártica para “desbloquearse” (¡perdone usted esta horrenda palabra!), quizá no sea mala idea, pero, naturalmente, a esos resultados no tenemos por qué llamarlos poesía: pertenecen al sillón de su psiquiatra.

José Emilio Pacheco, gran conocedor de nuestras letras, ha dicho, con toda la razón, que a Amado Nervo se le ha etiquetado de cursi porque es mucho más fácil decir eso que leerlo. En efecto, estamos atravesando por una etapa teñida por una no tan extraña combinación de holgazanería intelectual y de prepotencia: esa flojera de leer las grandes obras, esa manía de considerar maravillosos los versos facilones de los “cuates”, ese mal hábito de crear capillitas de Melés y Teléo y ungirse con flores mutuas sin necesidad de ir más allá de las páginas que se tienen enfrente.

Aceptémoslo: quien escribe no sólo debe leer a sus contemporáneos, sino detenerse muy seriamente en los clásicos y tener en cuenta algunas premisas: estudiar es importante; hacer gimnasia intelectual es necesario; no enamorarse de las propias palabras ni de las metáforas más logradas es obligatorio; tener el valor de tomar lo escrito y hacerlo añicos es parte del oficio de escribir; frecuentar el diccionario y todos los diccionarios posibles es un deber; ejercitar la autocrítica es fundamental; trabajar cotidianamente para ir al encuentro de las palabras y que éstas sepan acudir, mansamente, al primer llamado es esencial. Y ¡por supuesto!, asumir el oficio de escritor como disciplina, y olvidarse de Doña Inspiración.

Hoy, más que nunca, si el poeta desea ser reconocido debe comprometerse con su comunidad y, desde allí, crear sus propias concepciones. El espíritu de la sociedad se expresa por la voz de sus artistas.

¿Y usted me leerá el próximo domingo? Gracias. Aquí lo espero.

(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 19 de julio de 2009)