lunes, 30 de marzo de 2009

VA DE CUENTO


¡Buen día, querido lector! Con motivo de la reciente presentación del grupo TOMIYAUH. LECTORES DE CUENTOS, he recibido muchas preguntas, y las intentaré responder en sucesivas columnas. Comento la que, me parece, representa a la mayoría de ellas: “Cómo convierto en cuentos las historias que conozco”. ¡Gran pregunta! Justamente en eso consiste el arte magnífico de escribir cuentos. Casi todos los narradores afamados han teorizado sobre este género tan exigente y han impuesto varias condiciones. Edgar Allan Poe, en mayo de 1842, en su “Review of Twice-Told Tales”, ensayo a propósito de Nathaniel Hawthorne, apuntaba dos requisitos básicos: el primero, la brevedad; el segundo, un final sorpresivo.

Vayamos por partes. ¿Qué debemos entender por brevedad? Poe se refiere a un momento suficientemente generoso en cuyo lapso el cuento pueda ser leído de una sola vez, sin descansos, sin distracciones. Esto exigirá, obviamente, un lenguaje tensivo, de modo que cada palabra cumpla con justeza su función dadora de significantes y de significados, sin desperdicio de voces ni de ideas. Como ve usted, caro lector, estamos hablando de un concepto de tiempo en el que importa mucho tanto el gusto personal por estas lecturas como la disponibilidad de los horarios individuales.

El segundo requisito, el final sorpresivo, es más complejo: hacen falta dos historias para cumplirlo: una, anecdótica, proporciona al autor la ilación suficiente para sostener el tema y a los personajes, vehículos de los que se vale para hacernos llegar la auténtica historia que necesita contar: la secreta, la no mencionada, la oscura, la inusitada o tan sólo inesperada, pero siempre reveladora de una crisis. Pero, ¿qué clase de fábula es ésta que debe permanecer oculta? Bueno, no tan oculta, porque en la última línea hará su aparición triunfal transfigurada en el “final sorpresivo” del que habla Poe. Al lector le corresponderá enfrentarla para descubrir el porqué de los hechos allí expresados.

Permítame, querido lector, inventar un ejemplo: Diariamente, una joven mujer se detiene en un parque cercano a su casa y contempla a los viandantes. Hoy lleva en la mano una bolsa con el vestido nuevo que tanto había deseado comprar; se detiene en la banca de siempre; después de un rato se levanta y se va. La bolsa ha quedado allí, abandonada. Hasta aquí está a la vista una serie completa de hechos sucesorios. Pero tenemos un final incongruente con el deseo de la protagonista por adquirir un vestido. Es ilógico, pero develador de la mujer que nos había sido ocultada. En el transcurso del texto el narrador nos enviará señales, indicios, datos levísimos que revelarán el porqué de su conducta. Una lectura sumamente cuidadosa, detenida, alerta, nos permitirá reconocer esos indicios, entrar de lleno en el mundo de la protagonista y, desde nuestra individualidad, encontrar la respuesta. Habrá tantas como lectores quieran acercarse.

Cuando un escritor entrega su obra a la lectura pública, está consciente de que ofrece la mitad de ella, y de que cada receptor se encargará de aportar la otra mitad con los ingredientes que obtenga de su propia bodega de experiencias. Y así se creará una multitud de interpretaciones, cada una teñida con los matices especiales de cada mirada. Así, el propósito de este género es involucrar al lector en cada palabra del texto para que se encuentre ante sus mitos, ante sus juicios, en fin, ante él mismo.

¿Y la respuesta a cómo convertir las historias en cuentos? Primeramente, yo aconsejaría leer muchos cuentos, pero con devoción y con disciplina: uno cada día, o uno cada noche si es valiente. Pero nunca más de uno. Y cuando sea menos difícil identificar los sucesos profundos que palpitan en las arterias de los personajes, será más fácil construir fábulas arbóreas con ramas fuertes capaces de esconder, en la sutileza de sus hojas, esos abismos en los que viven los seres en conflicto, verdaderos protagonistas de todos los cuentos. ¿O no lo cree usted así?

¿Y me leerá el próximo domingo? Lo espero. Aquí estaré.

anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx
(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 29 de marzo de 2009)

lunes, 23 de marzo de 2009

TOMIYAUH


¡Buen domingo, querido lector! Permítame recordar con usted algunos datos de nuestra historia. Xólotl, caudillo chichimeca, encabezó en 1224 la gran invasión a la antigua Tula, “que terminaría por establecer una nueva dinastía y un nuevo imperio sobre las ruinas de los anteriores.” Pero “antes de su irrupción en el escenario del Valle de Tula, Xólotl pasó por la actual Huasteca veracruzana, donde selló su alianza con los guerreros cuexteca, tomando por esposa a la princesa Tomiyauh, señora de Tamiahua y Tampico, con quien fundaría una dinastía que habría de reinar, casi ininterrumpidamente, hasta la conquista española”. Así nos informa la historiadora María del Pilar Sánchez en su capítulo “Raíces legendarias y personajes míticos de la Huasteca” recogido en Tampico, cuna de sueños huastecos. Madero y Altamira, ciudades conurbadas (Milenio, 2007). Y agrega: “Los descendientes de Xólotl y Tomiyauh, además de ocupar el trono chichimeca, se mezclaron con todas las familias reinantes de la altiplanicie, y de esta forma tuvieron legítimo acceso al poder en el resto de las monarquías. Entre ellos destaca una de las figuras más emblemáticas del México prehispánico, Netzahualcóyotl, el rey poeta de Tezcoco, así como Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, el historiador indígena”.

Así pues, los habitantes de esta zona descendemos también de Xólotl y de Tomiyauh, si bien no en ese nivel de aristocracia, sí en el de su poderío, de su historia, de su reino, de su espíritu. Y, enarbolando esa regia estirpe, un grupo de enamorados de los cuentos nos hemos puesto a la vera de Nuestra Señora de Tampico para hacerle llegar a usted páginas inolvidables de la narrativa de nuestra América.

¿Y por qué cuentos? Porque nuestra historia nos ha llegado a pleno vuelo en narraciones, en relatos, breves o largos, rodeados del perfume mítico que explica nuestro modo de ser actual. Porque el cuento es la forma prístina en que se expresaron nuestros artistas para acercarnos a sus sueños o a sus miedos. Porque ha sido tal la devoción de los escritores mexicanos por este género que ha llegado a ser el más frecuentado en sus páginas.

El cuento ha estado íntimamente unido a nuestras teogonías. De sus alas hemos recibido idearios y mitologías. Sus líneas nos han ofrecido entretenimiento. En sus palabras nos hemos instruido. Así, de voces narrativas hemos aprendido a leer, a creer, a seguir normas morales y éticas, a afinar nuestra estética, a desear comprender el mundo, a intentar ser uno con el universo.

Todos los narradores son observadores natos. Ellos pretenden, mediante la fabulación de sus ideas, mostrar su visión del hombre, y por ello nos invitan a participar de su perspectiva. Nosotros, lectores siempre dispuestos a escuchar, es decir, dispuestos a aceptar, debemos recibir las historias como parte de una realidad desconocida que, mediante las letras narradoras, llega a nosotros sin el dolor, sin la duda, sin el temor que conlleva la experiencia directa.

El próximo miércoles 25 de marzo, a las 20.30 hs, en el Casino Tampiqueño, TOMIYAUH, grupo integrado por voces que usted conoce muy bien: Gilberto Castañeda Hidalgo, More Castillo de Valdiosera, Ana Luisa Verduzco de Legorreta y Ana Elena Díaz Alejo, estará ante usted, querido lector, para leer cuentos. Esta vez serán los de nuestro gran escritor nacional José Emilio Pacheco. Nos presentará, como siempre, nuestro dilecto amigo don Andrés García. Lo esperamos. ¡Que Nuestra Señora Tomiyauh sea con nosotros!

¿Y me leerá el próximo domingo? Gracias, lo espero.


(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 22 de marzo de 2009)

ESCUCHANDO A GLORIA GÓMEZ GUZMÁN


¡Buen domingo, querido lector! ¿Verdad que ya le he confesado que me gusta leer poesía? Lo que no le he dicho es a qué hora leo. Mire usted, leo en el día, para encontrarme con el poeta y pedirle cuentas y demandarle que me revele por qué eligió tal o cual verso. Leo por la noche para perderme en las líneas y mirar con los ojos del artista, y vivir con sus sentidos y tratar de llegar a sus playas y conversar con él… En el día, soy la lectora de oficio, observadora de imágenes, de ritmos, de metáforas. Por la noche, voy de visita, dispuesta al sacrificio; a la espera de un gesto, al encuentro de una emoción.

He intentado leer a Gloria Gómez en el día, pero sus versos se acantonaron; las letras, como erizos, se convirtieron en esferas herméticas, y las páginas, fieles guardianas, no me dieron el paso. Tuve que esperar, humildemente, la llegada de la noche. Y el libro, puerto antológico, abrió su follaje. Ramas heridas de un mismo tronco deshojaron ante mí los pétalos de cuatro ediciones: No eran la epopeya de estos años nuestros días (1981), Litoral sin sobresaltos (1984), Para quienes en altamar aún velan (1987), y Aguamala y otros poemas (1998). Y, así, en la quietud de las horas oscuras, descubrí allí muchos tiempos, desde los que creían que “la vida era una roja bandera y esas cosas” hasta los del agua quieta donde las manos de la poeta “ya han metido suficiente ruido entre las líneas”.

Traté de seguir la vereda desolada que cimbra la poesía de Gloria. Va uncida a su palabra y a su vivir, desde el sentimiento amargo que pugna por emerger entre unos versos impetuosos, hasta su encuentro con el sufrimiento universal. Y descubrí que la solidez de sus poemas corre parejas con un pesado convencimiento: somos huérfanos, nadie nos protege. A mayor certeza de esta verdad personal, hay más concreción en las voces elegidas (“pero si los días de ira han terminado / la puerta del futuro está cerrada para todos”). Y con estas certidumbres en su aljaba sombría, Gloria viaja quedamente hasta un leve, levísimo, puerto de serenidad. La voz entintada en la emoción va cediendo paso a la diseñada por la maestría, por la solvencia, por la sindéresis, por el dominio de la palabra poética.

Gloria es absolutamente consciente de la función colectiva de la poesía Y, para convencernos, arroja por doquier imágenes y definiciones preñadas de agresiva e implacable sensorialidad cuyos golpes apenas permiten al ser humano levantarse de sus abismos: “a las ratas les gusta: / viajar en barco / el empaque de las estufas / el queso añejo / las tortillas y el pan (duros) /los chicharrones de puerco / y la gente (cuando no hay más)”.

Gloria se identifica con el grito existencial de los años 70, cuando el artista agonizaba y requería la urgente atención del mundo y, al no recibirla, guardaba silencio, un peligroso silencio que llegó a franquear algunas puertas, no muchas: “no hable / no mire / quede en calma / no se soluciona todo a gritos /no se gana nada con llorar / camine hacia la puerta / salga / no haga caso de las flores / de las armas / de los hombres / no hable / no escriba”. Gloria no se rebela para hablar de “sus cosas”. Ella clama ante la conciencia ajena, exige que nos responsabilicemos de nuestra propia culpa. Y mientras su voz se eleva, nosotros permanecemos sordos: grave función de los artistas en el seno de las sociedades hostiles.

Aguamala y otros poemas está escrito con un pulso doloridamente sereno, convencido de la imposible redención humana, de la inutilidad de tantos actos fallidos. Y es aquí donde confirma que nada se puede rescatar del desastre: “parada ahí / entre la calle y la noche / a mitad de la esperanza / supe / que el mundo / no estaba preparado para darme otra cosa / que un baño de realidad helada / sin miramientos”.

Lo invito, querido lector, a escuchar la poesía de Gloria Gómez Guzmán. Presenta su Antología personal, 2009, el miércoles 18 de marzo, a las 13 horas en la Facultad de Música de la Universidad Autónoma de Tamaulipas, campus Tampico. Tendré el honor de darle la bienvenida editorial. Acompáñenos, Gloria es una poeta a quien todos debemos escuchar.

Y usted me leerá el próximo domingo? Gracias. Aquí lo espero.


anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx

(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 15 de marzo de 2009)

jueves, 12 de marzo de 2009

LECTORES


¡Buen domingo, querido lector! Permítame que hoy hable con usted de la importancia de los lectores en la producción literaria. Es tanta que, a partir de los años sesenta del pasado siglo, los teóricos de la literatura han considerado que los textos pueden construirse previendo la participación del lector. Para la aceptación de estas ideas, hubo de considerarse la existencia de un tipo muy especial de lector: con conocimientos previos, es decir, con experiencia de lector, pero de lector con juicios y prejuicios, sólo que bien organizados y, por lo tanto, aprovechables en cada una de sus posibles lecturas. Permítame un ejemplo. Si yo le digo: “Vamos a platicar de poesía”, usted, conocedor experimentado, se prepara para cierto tipo de discurso. Desde luego sabe que no va a reír ni a escuchar historias policíacas. No. usted afina sus sentidos, agudiza su capacidad emotiva, y se dispone a recibir metáforas, ritmos, imágenes. ¿Por qué? Pues porque usted ya conoce los poemas, porque ya ha escuchado poesías, porque, quizá, hasta tiene sus poetas o sus poemas preferidos. ¿Qué ha sucedido cuando yo le he anunciado que hablaremos de poesía? Pues que usted ha “activado” sus propios prejuicios (en el sentido de juicios previos), y no solamente espera un tipo específico de lectura, sino que, por obra de sus hábitos lectores, en cuanto escuche los primeros versos es capaz de alertar su juicio crítico relativo a la calidad poética del texto que va a recibir. Es decir, usted pondrá en juego sus juicios y sus prejuicios.

Pues de esta experiencia depende a veces el éxito, malo o bueno, de un libro: hay obras tan novedosas que no tienen referente en la información de los lectores, y, como no tienen con qué compararlas, como no disponen de un juicio previo, simplemente las desprecian o las ignoran. Algunos escritores, a sabiendas de que el público tiene sus proclividades, temáticas o genéricas, anuncian en sus portadas algunas palabras que le hagan un guiño al posible comprador de libros: “cuentos para mujeres solas”, “cuentos para leer en el autobús”, “antología de poetas jóvenes”. En estos títulos los autores van buscando a un tipo de público en especial: mujeres en soledad, viajantes de autobús, jóvenes que escriben poesía. Habrá quienes extiendan su espectro hacia ámbitos mayores, ¿recuerda las famosísimas Lecturas para mujeres, de Gabriela Mistral? Su excelente éxito aún se recuerda.

Estas “preferencias” de los lectores dependen de las circunstancias sociales, morales o políticas del medio en el que surgen los libros. Ciertamente, toda sociedad muestra, en sus aficiones textuales, los intereses de su momento. A esto, los teóricos de la literatura lo llaman “horizonte de expectativas”: eso que los individuos o la sociedad lectora espera encontrar en los libros que lee. Y puede ser individual o colectivo. Todo dependerá de las necesidades, de la curiosidad, de la búsqueda de ideas y de verdades que la sociedad necesite. ¿Recuerda usted el caso de El código Da Vinci: una novela policíaca convertida en palestra histórica e ideológica. Esto nos dice mucho del horizonte de expectativas de nuestra sociedad.

Ahora bien, hay libros tan fuertes, tan sólidos, tan profundos, que son capaces de ir hasta las raíces del edificio social y hacer cambios históricos. ¿Recuerda La cabaña del tío Tom?

Ahora bien, es obvio que el carácter individual importa mucho en la calidad de la lectura que se hace. Hay quien gusta de leer un solo tema porque quiere encontrar, machaconamente, otras versiones de lo mismo que lee, ya sea porque lo disfruta, porque lo lastima o porque lo provoca. Otros desean libros que obliguen a pensar, que propongan situaciones difíciles. Los hay que prefieren los retos y están dispuestos a enfrentar sus armas con nuevos modos de expresión, con nuevos temas.

Los tipos de lectores son infinitos. Lo importante es saber que los escritores pueden construir a sus lectores. Y los lectores, al precisar su horizonte de expectativas, también pueden construir a sus escritores. ¿Interesante, verdad?

Y usted, ¿me leerá el próximo domingo? Gracias, aquí lo espero.

anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx
(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 8 de marzo de 2009)

miércoles, 4 de marzo de 2009

MANUEL GUTIÉRREZ NÁJERA


¡Buen domingo, querido lector! Permítame invitarlo a una lectura de textos najerianos: el próximo miércoles 4 de marzo, a las 20 horas, en la Biblioteca Jesús Quintana (Primer piso del Palacio Municipal), don Andrés García, Theo Venegas, José Lorenzo Sobrevilla y Ana Elena Díaz Alejo leeremos y comentaremos algunas de las ideas que animaron al periodista mexicano, gran renovador de las letras del último tercio del siglo xix. Periodista de oficio, poeta de estirpe, escribió hasta para cuatro periódicos diarios. Aún no eran los tiempos de la máquina de escribir, del papel en paquete, de los bolígrafos. No. En la época del Duque Job el papel se adquiría en resmas, había que doblarlo, cortarlo; preparar la tinta con la dosis de polvo adecuada y elegir varias plumillas para la tarea del día.

Gutiérrez Nájera fue jefe de redacción de El Partido Liberal, pero para ocupar ese sitio veló sus armas cubriendo distintas “fuentes” y nunca las abandonó: cronista de espectáculos (teatro, conciertos, ópera, circo), deportes, crítica de arte, política y, naturalmente, sociales. El ejercicio cotidiano de la escritura le mostró múltiples caminos hacia la plenitud de su verdadera vocación: la palabra artística. Fue un escritor profesional: vivió del oficio de escribir. Fue un escritor integral: dominó cuatro géneros: poesía, narrativa, ensayo, crónica. Fue un innovador: rompió lanzas contra los viejos moldes, hizo volver las acepciones en desuso, fundó urdimbres maravillosas, unió voces inusitadas, creó metáforas insólitas.

La importancia del Duque en la literatura nacional no corresponde exclusivamente a su señorío en el lenguaje: en sus ensayos de carácter político propuso un proyecto de nación; en los de tipo moral ofreció un agudo retrato de la sociedad finisecular; en los de crítica literaria presentó un panorama realista de los escritores “fin de siglo”. Y en su narrativa hizo palpitar, tierna y adolorida, inquieta y sensual, a su amada Ciudad de México. Difícil tarea para un periodista que debía llenar cuartillas y cuartillas, con el mozo de cada periódico esperando a la puerta de su casa por el “original”. El Duque no tuvo tiempo de segundas lecturas. No tuvo tiempo de corregir pruebas. No tuvo tiempo de forjar ese artículo o ese ensayo que se quedó en la punta de su manguillo sin lograr el deseado encuentro con su mano maestra. No tuvo tiempo de solazarse con las letras y entrar en revuelo con ellas y seducirlas y disfrutarlas y bebérselas de un solo trago. No. El Duque no tuvo tiempo. Y tampoco tuvo tiempo para ver su obra editada. Sólo meció en sus manos una edición de sus Cuentos frágiles (1883), quince textos señeros portadores de un giro nuevo en la narrativa tradicional: procedían de pequeñas ínsulas de instantes, capturadas y guardadas para moldearlas en los momentos secretos en que su pluma, urente, pudiera darles forma y tersura de diestro batihoja enamorado de un metal precioso.

“El escritor diario no puede pretender ser sublime”, afirmó José Martí, otro experto forzado de las lides periodísticas decimonónicas. Así es, todo texto cuyo destino es la publicación requiere de revisiones y de cuidados y de cotejos y de miradas y de oídos, todos importantísimos para hallar el ritmo interno de cada página. Tarea ímproba, ingrata, desgastante. ¡Cuántas veces el Duque habrá hurgado en su memoria la imagen anhelada, el ritmo apetecido, la idea huidiza que no logró apresar para llevarla a sus líneas! ¡Imposible intento! Las prensas no esperaban. Los rotativos, enemigos mortales, se erigían amenazantes para tragar en minutos, en segundos, el trabajo de un día de quimeras, de ensueños, de utopías, pero también de fatiga, de desilusión, de amargura. Y debía dejar partir aquellas planas apenas dobladas, como si enviara una hija al baile sin la flor adecuada que la cortejara. Era necesario entregar los pliegos así, de primera mano, sin siquiera una lectura de despedida. Para un artista, para un poeta, estos momentos debieron ser sisifescos. El 3 de febrero de 1895 el poeta murió en la Ciudad de México, a los treinta y cinco años.

Lo invito, querido lector, a escuchar textos najerianos. Comparta con nosotros la prosa elegante, refinada, agresiva, de Manuel Gutiérrez Nájera. Será una gran experiencia.

Me leerá el próximo domingo? Lo espero. Gracias.

anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx

(Columna publicada en el periódico La Razón, Tampico, Tam, 1 de marzo de 2009)