lunes, 27 de octubre de 2008

VISITAR A LOS CLÁSICOS

¡Buen domingo, querido lector! “Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: ‘Estoy releyendo…’ y nunca ‘Estoy leyendo.’” Así inicia Ítalo Calvino su ensayo “Por qué leer a los clásicos”. Quizá, se responde Calvino, lo hacemos para encubrir la grave falta de no haber leído algunos libros reconocidos como obligatorios en la “cultura universal”. Es obvio: siempre habrá un número enorme de “obras fundamentales” cuyo nombre será inalcanzable. “Quien haya leído todo Herodoto y todo Tucídides que levante la mano”, dice Calvino, y luego nos ofrece algunas de sus definiciones relativas a los clásicos. Una de ellas, me parece, incluye puntos que a todos nos incumben: “Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual”.

Ciertamente: si bien cada país, cada lengua, tiene sus propios deberes de lectura, hay voces que, por encima de toda nacionalidad o prejuicio racial o radicalismo histórico, integran el pensamiento ecuménico por haber rescatado aquello, particularmente tan individual, que revela los linderos de la universalidad. Estos “clásicos” propician el descubrimiento de ineludibles verdades incontrastables que habremos de asumir para no autonegarnos. De aquí surge la importancia del trato impecable con las lecturas clásicas: sólo mediante la exactitud de su encuentro recibiremos los conceptos precisos que un autor, fuera del tiempo, nos envía como llave mágica hacia nosotros mismos. De este hecho cardinal parten algunos requisitos que debemos cumplir para llegar a esas voces maestras por el mejor de los caminos:

Primeramente, la edición manejada debe ser la más pulcra, sin alteraciones, y cuya procedencia sea una editorial con experiencia en el trato con los clásicos. Debemos preferir las ediciones anotadas y prologadas por los expertos para, con sus luces, obtener el máximo provecho de nuestra lectura. Si se trata de traducciones, elegiremos las avaladas por una institución de renombre en la especialidad. Seleccionar un libro es un acto muy serio, no sólo por ser un hecho costoso, sino porque abriremos nuestro hogar a un autor que será recibido por nuestra familia y ocupará un sitio importante en nuestra biblioteca.

Si somos espectadores, en el caso de escuchar a los dramaturgos clásicos (Esquilo, Sófocles, Eurípides, Cervantes, Shakespeare, Molière, entre los más frecuentados), importa informarnos sobre la compañía que los pone en escena, quién es su director, quiénes sus actores, qué obras integran su repertorio. Acudir al teatro es un acto trascendental, como lo es elegir un buen restorán; ambos nos alimentarán: el espíritu y el cuerpo. Una mala elección puede causarnos un serio disgusto o infligirnos mucho daño.

Por su universalidad, los clásicos suelen ser vilipendiados, lastimados, recortados, adaptados, ofendidos, esto es: abajados al nivel de la estética masificada por la chusma degustadora de morcillas y de expresiones soeces. Este “público” pertenece tanto a las altas esferas económicas como a las que hacen un gran esfuerzo para adquirir una luneta; este “público” se da en todos los niveles sociales de una comunidad. Su falta de calidad como receptor de arte concierne a ciertos deberes sociales y políticos: a la educación del gusto que una familia debe proporcionar a sus hijos, a la instrucción recibida en las aulas escolares, a la preocupación de una ciudad por aportar los beneficios de la alta cultura a sus ciudadanos. Pero éste es un tema para otra página.

¡Pobre Shakespeare! ¡Pobre Moliére! ¡Pobre Zorrilla! Sus dardos certeros se han vuelto contra ellos. Han sido llevados y traídos de mala manera por el cine y por la escena vulgar. Ya son irreconocibles: apenas se percibe su agónico gemido envuelto en versos abaratados por los escenarios de plazuela aficionados a la ramplonería que ha carcomido la intención original. Pero, ¿qué ha de hacerse? ¿Será que el público actual ya no está dotado para recibir el clasicismo, y sólo aprecia la bisutería teatral? Es indudable. Pero, obviamente, los actores deben sobrevivir. ¡Pan y circo!, queridos amigos, ¡pan y circo!

¿Lo espero el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.

(Columna publicada el 26 de octubre de 2008)

lunes, 20 de octubre de 2008

LEER PARA ESCRIBIR


¡Buen domingo, querido lector! Las palabras nacen de las palabras y los pensamientos de los pensamientos. Una idea, un concepto, una sensación, pueden generar, con sólo rozar nuestras fibras sensibles, el desencadenamiento de una dialéctica inevitable y creadora. Pero, ¿cuándo surgen estos encuentros, estas circunstancias emisoras de dardos que aguijonean nuestro pensamiento? Aunque parezca una afirmación extremosa, cada acto en el que participamos es un venero permanente de situaciones riquísimas, de infinitas propuestas, de mil posibilidades de reflexión. Algunas de ellas amaran en las superficies y son muy accesibles, casi evidentes; otras yacen bajo pesados escombros verbales a las que sólo se puede arribar si se vadean las aguas, y quizá muy pocas, muy pocas, gracias a la agudeza de su estilete, pueden penetrar hasta las raíces abisales de nuestras oscuridades más recónditas y tocar núcleos, por algún motivo ocultos hasta para nosotros mismos, y cimbrarnos en diferentes tonos.

Una presencia provocadora de ideas es, indudablemente, la lectura: de ella parte el reverbero proveniente de otras inteligencias, y se contacta por los maravillosos vasos comunicantes que nos unen a todos los seres sobre el planeta. Las circunstancias motivadoras de la cercanía con el fluido que corre por estos vasos dependen de un delicado percutor, irrelevante en cualquier otra situación, pero que, al darse en puntuales coincidencias (preferencias, debilidades, gozos, repudios, desprecios), provoca destellos inesperados, luces no previstas, intensidades desconocidas. Ésos son los segundos preciosos conductores hacia universos de contingencias maravillosas.

Cada uno de esos “segundos” es poliédrico y expone el filo de sus aristas, y cada uno de nosotros responderá ante ellos con su bagaje particular, con sus personales acervos, con lo guardado en su bodega, con su escarcela personal: lecturas, visitas, conversaciones, relaciones, y todas las conocencias dables. El resultado debe ser excelente: quien está en alerta lleva, siempre dispuestas, armas suficientes en su faltriquera. Pero ese resultado brinda distintos grados de riqueza: desde las cavilaciones mesuradas y prolijas hasta la carga opulenta que hace baza con toda nuestra gama de recursos. Algunos versos remiten hacia una experiencia individual, determinados personajes de ficción sugieren intensas introversiones, ciertas historias abren vía hacia hechos reveladores, hay situaciones que obligan a enfrentar las propias verdades, más de una metáfora envía a paraísos insospechados, e incuestionables afirmaciones ponen en jaque todos los esquemas éticos o estéticos. Sí, querido lector, la lectura es la más sagaz sediciosa contra la rutina y la mediocridad, es la más refinada constancia de nuestra capacidad para comprender el cosmos, es el método más develador del mundo emposado en nuestros abismos.

Pero hagamos una prueba. Lea usted lo que guste, y luego, cuando haya concluido la lectura, verá cómo se van elevando desde sus adentros unas ganas enormes de contradecir, de afirmar, de abundar en ejemplos, de recordar experiencias, de hablar… y si no tiene a nadie delante, sentirá la necesidad enorme de comunicar sus impresiones y, aún más, puede llegarle una sed tan agobiante de comentar lo leído –recordatorio de naturales vivencias– que escribirá, sí amigo mío, estoy segura, escribirá, tal vez apuntes, quizá notas, pero escribirá, o, de no ser así, se sentirá poseído por una necesidad enorme de escribir. ¿Hacemos la prueba?

¿Lo espero el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.
(Columna publicada el 19 de octubre de 2008)
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martes, 14 de octubre de 2008

CRONISTAS

¡Buen domingo querido lector! Hoy 12 de Octubre el calendario dice: Día de la Raza. Y se refiere a esa nueva raza que nace de la unión de dos historias, de dos culturas, de dos sangres derramadas y madres del México de hoy. Es el día de 1492 en que la mar salobre trae a mexicanas tierras al Navegante Ilustre. ¡La Pinta! ¡La Niña! ¡La Santa María! ¡Sus velámenes señeros hendiendo nuestro Golfo! ¡El Descubridor descendiendo de la Santa María, su nave capitana, y plantando sus blasones en nuestras vírgenes arenas! Sí, todos los mexicanos de hoy, los mestizos de ambas razas, vivimos en aquel seno sagrado el horizonte inolvidable de ese otoño con los cielos tintos en sanguina y bermellón. El Aguerrido Genovés, ahíto de fatiga y desesperanza, logra avizorar un nuevo mundo. Todo está por venir. La Muerte, la Gloria, la Envidia, la Indisciplina, el Hambre, la Batalla, el Futuro. Todo está frente a él: descubrir conquistar, fundar, grandes metas de héroes y de santos, como Teresa, la doctora de Ávila, como Felipe de Jesús, el intrépido mexicano. Pero los instrumentos del Gran Cartógrafo pronto serán sustituidos. Ha llegado la hora de preparar las armas para tomar posesión del botín.

No simpatizo con la Conquista ni con los ominosos años coloniales. Creo en los hechos ineluctables y en la crónica, rama de las letras que logró pulsar los graves momentos plasmados por la certera visión de quienes habrían de participar en el juicio de la Historia. Bernal Díaz del Castillo, el soldado que acompañó al Conquistador, recoge en sus memorias −redactadas en sus años viejos en Guatemala− cada gota de los instantes sufridos y nos los entrega, desmenuzados, en cromáticos pliegos animados por los fatales instantes en que nuestra nación indígena se desarticula. Pero de la sangre derramada, Bernal recupera nuestro paisaje magnífico, nuestra riqueza codiciada, nuestra maravillosa arquitectura, nuestra espléndida gastronomía, nuestra ética y nuestra estética en el estertor de ese pasado que aún recorre orgullosamente nuestras arterias.

¿En qué consisten las historias narradas por Bernal? Invocarlo es sobrevolar sobre casi quinientos años y admirar la oriflama de una techumbre laminada en oro, extasiarse ante el centelleo exquisito de sus trajes policromos y escuchar el harmonioso canto de sus voces agoreras.

Ésa es la función de los cronistas: detener el tiempo; participar del minuto reseñado; involucrarse en cada latido de una ciudad, de un estado, de una república y, pendientes de cada hilo vital, comprehender el mundo, contextualizarlo, explicárselo para luego explicarlo a quienes un día sólo tendrán sus palabras como referente apodíctico para interpretarlo.

El cronista nato es el amante fiel de una urbe, es su enamorado perpetuo: se envuelve en ella y se arropa con su aliento, conoce palmo a palmo sus emociones, recorre gozosamente sus sentimientos, padece en sus propios huesos cada instante trágico y llora de alegría ante cada triunfo. Cada acto estelar, cada inauguración portentosa, es una victoria personal. Cada desdicha, cada fractura, es un infortunio propio. El cronista es el único que puede predecir su futuro: ella es su hija, es su madre, es su hermana, es su amada.

La mirada polifacética de Bernal −mirada de cronista− intuyó en las tierras sometidas la nobleza agraviada; bebió en la sangre del sacrificio su propia sangre de batallador; sufrió en la lumbre de sus heridas el sacro pedernal de los primeros defensores de nuestro Continente; admiró en la épica grandeza de sus reyes la belleza heroica del valor y la hidalguía; escuchó en sus cantos los míticos recuerdos vallisoletanos de su nativa Medina del Campo; amó a sus propios hijos en los hijos de la tierra mexica y fue el primero en solicitar para ellos la anulación de la esclavitud, máximo ejemplo de su amor de cronista.

Leer las páginas inmortales de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España es deber de todo mexicano. Nadie más habló con mayor conocimiento de aquel aciago período. Nadie más recordó la Conquista como pasión de los mártires. Nadie más perpetuó agónicamente los hechos ofensores de nuestra amada México de 1519 a 1521, trienio fatal de nuestra historia. Nadie, nadie más, sólo Bernal Díaz del Castillo, modelo de cronistas, de palabra directa y poética, agresiva y dulce, informada y volandera. ¡Nadie más! ¡Nadie más! ¡Hagamos homenaje a Bernal! ¡Leamos su obra! ¡Para nosotros la escribió!

¿Y usted, me leerá la próxima semana? Gracias. Lo espero.

anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx

lunes, 6 de octubre de 2008

DETENER LA AGONÍA


¡Buen domingo, querido lector! ¿Ha recibido alguna vez como obsequio una flor agonizante? Me ha llegado una noticia muy ingrata, y me alegra saberla en este ahora en el que ya puedo resistir casi todo: hay un “método” para detener el momento exacto en el que las flores, a punto de abandonar su urente verano, inician el inevitable caimiento que abatirá de su hermoso rostro los pétalos de la muerte. El tal “método” consiste en “laquear” a la flor en el instante preciso de su agonía. Los tejidos se endurecen y la Muerte se aleja.

¿Cuál es la razón de esa nefanda necrofilia que desea momificar a una hermosa criatura y transformarla en un monstruo incapaz de morir? ¡Ah!, ¡pero eso no es todo! Esas “creaciones”, engarzadas por manos jardineras, retienen la angustiosa belleza florida y la convierten en sujeto de regalo. ¡Aunque con fineza, eso es regalar un despojo! ¿Qué estética contrahecha da lugar a este cruel modo de mirar el mundo? Recuerdo de inmediato los productos bonsai, cuyo sólo nombre me subleva por la inconcebible injuria a Nuestra Madre.

Permítame, caro lector, externar algunas preguntas que me acosan: ¿quién ha otorgado al hombre el derecho de alterar a la Naturaleza?, ¿es el mismo derecho que se toman los cazadores cuando asesinan a tantas especies del planeta?, ¿qué extraño placer siente el hombre cuando mata a sus hermanos?, ¿qué clase de malignidad decadente gusta de contemplar la vida a punto de extinguirse?, ¿qué leyes autorizan esta conducta impía?, ¿de qué poderes nos sentimos dueños como para impedir el derecho a la muerte? Y después de esta cadena de horrores, ¿quién se atreve a ofrecer esta infamia como obsequio?

Es indudable, el hombre guarda rencor hacia su Origen. ¿Ha visto usted esos jardines con árboles transformados en cisnes, en canastas y en no sé cuántas figuras ajenas a su genética? ¿Por qué ese urgente deseo de enmendarle la plana a la Naturaleza?, ¿por qué esa sádica necesidad de destruirla como si se quisiera decirle: “Mira, no has sabido crear. Este árbol debe tener forma de perro, este otro, de rombo. Yo voy a enseñarte.” ¡Dios! ¡Qué soberbia tan merecedora de castigo!

Permítame, amigo lector, recordar con usted algunos versos de “Pedigree”, ese terrible poema de León Felipe:

¿Por qué ha de ser piadoso nuestro dios?
¿Quién tiene piedad entre los hombres?
Además… ¿no es la vida una cadena de mandíbulas abiertas y devoradoras?
Y si la lombriz se traga la simiente,
la gallina a la lombriz
y el hombre a la gallina…
¿por qué Dios no se ha de tragar también al Hombre?
¡Gran manjar es el Hombre!


Una Pregunta se acerca y exige respuesta: ¿quién vendrá un día y nos torcerá los brazos y nos mesará los cabellos o los trenzará a su antojo y nos dará apariencia de asnos o de cerdos, simplemente porque es más fuerte que nosotros y en ello sustenta su soberbia para enfrentar a la Naturaleza? ¿Qué figura tendremos destinada? ¿Habrá un catálogo disponible para conocer nuestro futuro?

Me resta algo más: Quien disfruta al demorar la muerte ajena, ¿estará seguro de que no padecerá una agonía larga, larga, muy, pero muy larga?

¿Lo espero el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.



(Columna publicada el 5 de octubre de 2008)