martes, 29 de julio de 2008

¡AMIGO!


A doña Irene Quiñones

¡Buen domingo, querido lector! ¿Recuerda usted que alguna vez lo invité a escuchar mi columna diaria “Tú y yo”, en Radio 920 AM, a la siete de la mañana? Pues bien, algunos amigos me han preguntado por qué inicio aquella charla con la expresión “Hola amigo, ¿cómo estás?” y en ese vocativo excluyo a las mujeres. Qué le parece, querido lector, si reflexionamos sobre este cuestionamiento:

Creo que los afectos no tienen sexo ni deben estar marcados con limitaciones sociales, económicas, raciales, políticas o religiosas. Así es el amor en sus múltiples ramajes, y la Amistad es una forma del Amor. Si yo digo: “hola amigo, hola amiga”, me faltaría decir: “hola vecino, hola vecina, hola conciudadano, hola conciudadana”, y la lista se haría infinita en muchedumbre de variantes a las que da lugar el trato humano. Creo, y lo creo fervientemente, que hay palabras magníficas cuya presencia es capaz de integrar emociones, sentimientos, géneros, religiones, edades. Y una de esas palabras maravillosas es la palabra amigo, voz incluyente de todos aquellos que queremos tener cerca para compartir nuestras ideas, nuestras experiencias. ¿Para qué? Para algo importantísimo: cuando tenemos una ilusión, un triunfo, una alegría, y tenemos con quien disfrutarla, esa ilusión, ese triunfo, esa alegría se concrecionan, son reales, son auténticos. Si se trata de una pena, de una fractura, de una pérdida, de un fracaso, el sabernos en compañía, aunque sea ideal, restituye nuestros sentimientos lacerados, nos deja saber que no estamos solos, que la vida continúa. Ese ser a quien llamamos amigo: hombre o mujer, joven o viejo, homosexual o heterosexual, católico o musulmán, empresario o mendigo, nacional o extranjero (¡qué terrible palabra!), simplemente amigo, está por encima de toda preferencia y cubre nuestras necesidades afectivas.

León Felipe, en su elevada concepción de los sentimientos humanos, cree en lo inmensurable de la amistad, aunque reconoce que no es algo que se dé como la hierba, noble y fácilmente, en algunas praderas. Él sabe que se trata de relaciones cuya potencia, a veces más allá de nuestras fuerzas, sólo puede ser hospedada en los corazones mejor dotados porque exige la lejanía de cualquier interés perturbador, la ausencia de pasiones que alteren los ánimos, y el despego absoluto de superficialidades que distraigan el espíritu:

YO NO DISTINGO YA, DESDE UN PISO CUARTO,
UN CETRO DE ORO DE UN BORDÓN DE PALO.
Y PIENSO QUE A MIL METROS, DESDE EL VUELO PERDIDO DE LOS PÁJAROS,
DEBE DE SER LO MISMO LA TOCA DE UNA BRUJA QUE EL CAPUCHÓN DE UN SANTO.
Y QUE ALLÁ DE ESE VUELO MÁS ALTO... MUCHÍSIMO MÁS ALTO,
DESDE EL SITIO DE DIOS, FUERA DEL TIEMPO Y DEL ESPACIO,
EL HOMBRE NO SE VERÁ YA NI GRANDE NI CHICO, NI BUENO NI MALO.

Ese abstracto amigo a quien me dirijo en esta columna escrita o en aquella radiofónica, lo representa a usted, a quien imagino que me espera en cada renglón de la página o atiende mi voz del otro lado del micrófono. Sé bien que no lo conoceré nunca, y esto me produce un cierto desasosiego, pero sé que está allí y piensa conmigo, ajeno a los prejuicios. A usted es a quien llamo amigo, porque a usted y a mí nos unen las ideas, esos seres alados que crean vínculos imperecederos. ¿O no lo cree así?

Y ahora, querido amigo, permítame invitarlo a la plática que ofrecerá don Andrés García en la Biblioteca “Jesús Quintana”, ubicada en el Palacio del Ayuntamiento de Tampico, el próximo viernes 1° de agosto a las 20 horas. Esta charla forma parte del programa Fomento a la Lectura en el que participa el Patronato de Bibliotecas Municipales. Lo esperamos. La charla del señor García está destinada a dar a conocer los acervos de cada biblioteca. Asista usted y conozca las bibliotecas que lo están esperando.

¿Me leerá el próximo domingo? Gracias. Lo espero.

(publicada el 27 de julio de 2008)
anaelenadiazalejo@prodigy.net.mx

lunes, 21 de julio de 2008

PERRAULT Y CAPERUCITA


¡Buen domingo, querido lector! Perdone mi insistencia en comentar asuntos de los relatos que escuché en mi infancia, pero desde que vi a Jorge de la Peña, el cuentacuentos porteño que lleva su oficio volandero a las bibliotecas municipales de nuestra ciudad, se me han removido una ola de imágenes plásticas y acústicas que, ahora, necesitan emerger de mi memoria. Caperucita ha vuelto a mí y me doy cuenta de que es el texto “infantil” más breve que conozco y que quizá a esa virtud –gran mérito narrativo– deba no sólo su eficacia, sino la memorización que hemos hecho de él. Pocos personajes han permanecido de manera tan definitiva en el ideario universal aunque, ciertamente, en diferentes versiones, adendas y corrigendas que cada cultura le ha impuesto. Arraigada en el folclore, atomizada por el psicoanálisis, recreada por la literatura, Caperucita ha sobrevivido desde sus orígenes orales hasta las más recientes ediciones para infantes de educación posmoderna. En el origen, un mito primigenio: el temor, fuente inagotable que ha vaciado sus veneros en tantos recipientes. Y como consecuencia natural: la advertencia hacia los peligros …

En cuanto sucesión de hechos, al incluirla en sus famosos CUENTOS DE MAMÁ OCA (1697), Charles Perrault fue quien dio vida eterna a “Caperucita”, aunque no todos los eruditos en el tema estén de acuerdo con ese crédito. Mucha turbiedad empaña las voces de antigua data y resulta casi imposible llegar a precisiones filológicas. Pero esto no es lo importante para quienes sólo se interesan en la parte fabulosa de lo que ha trascendido hasta nuestros días. Por las variantes conocidas en distintas literaturas, “Caperucita”, como cuento, y Caperucita, como personaje, evidencian la búsqueda de escuchas perennes, marchamo que delata las asperezas de su pasado oral.

Charles Perrault, contemporáneo de La Fontaine, de Racine, de Fénelon, de Molière, de Boileau, fue partícipe muy activo de las brillantísimas luces del áureo siglo del Rey Sol. Ingenioso, astuto, culto, Perrault era, sobre todo, un agudo termómetro de la atmósfera que representaba el núcleo primordial de su momento. Su desempeño en la política hizo que sus juicios fueran tenidos en cuenta por quienes asesoraban las altas esferas. Presidente de la Academia Francesa (fundada en 1635 por Richelieu), impuso criterios y su estética exigió reflexiones que habrían de modificar el pasado y el presente de aquella cultura equilibrada y singular. Instruido en los más conspicuos colegios, abogado, escritor, editor, poeta, crítico literario, se interesó en la educación que niños y jóvenes debían recibir (él mismo fue un padre cuidadoso en estos menesteres), trabajó celosamente en los materiales didácticos adecuados y encontró en el género cuentístico el vehículo inmejorable de los fundamentos éticos que habrían de fortalecer el carácter de los educandos.

Ante un personaje de tal magnitud, las preguntas pugnan por presentarse: ¿Cuáles fueron los parámetros instructivos, morales y emocionales que el escritor tuvo en cuenta al seleccionar a “Caperucita Roja” para su colección? Su acierto fue, indudablemente, uno de los más afortunados de todos los juicios de selección literaria: a trescientos años de la primera recopilación en la que fue incluida, “Caperucita Roja” se mantiene firme: en la oralidad, en la literatura, en el psicoanálisis, en el arte, en la artesanía. ¿Por qué?, ¿cuál fue la esencia inmarcesible que Perrault avizoró en personajes y hechos?, ¿a quién representa Caperucita allá en el fondo de nuestros abismos?, ¿de qué esencias está hecho el Lobo?, ¿en qué parte de nuestro inconsciente y del imaginario colectivo está la casa donde una indemne abuela aguarda? Pero… ¿quién es Caperucita?, ¿quién es la abuela?, ¿quién es el Lobo?, porque sin esta trinidad “Caperucita Roja” no puede existir.

Es indudable que los “cuentos infantiles” han emposado nuestros atávicos sedimentos. En ellos radican las emociones pretéritas y los primeros encubrimientos… ¿o no lo cree usted así?

¿Lo espero el próximo domingo? Gracias. Aquí estaré.

(publicada el 20 de julio de 2008)

lunes, 14 de julio de 2008

LA BELLA DURMIENTE Y ALMODÓVAR



¡Buen domingo, querido lector! Como usted sabe, los “cuentos infantiles” clásicos han pertenecido, desde el principio de los tiempos, a la tradición oral –con algunas excepciones. En aquellas noches, tan sólo iluminadas por estrellas verdaderamente luminosas, el primer hombre inició su cadena de azoros ante la constancia puntual de ciertos fenómenos del universo. Se inician los mitos y, es seguro, jamás sabremos con fidelidad el significado de sus símbolos. El cuento, viejo género derivado de las primeras miradas, recogió el devenir de aquellos pensamientos y se convirtió en el reservorio de nuestros temores, el súmmum de nuestras fantasías. Cada época lo ha matizado con su propio lustre y lo ha precisado de manera más cabal, aunque para lograrlo haya tenido que escudriñar en los conocimientos que se han desencadenado hacia nuevos símbolos y luego creado modernos mitos.

Éste es el caso del cuento que usted y yo escuchamos primero, leímos después y, al fin, miramos en la pantalla: “La bella durmiente del bosque”. ¿Lo recuerda? Estoy segura de que ahora acuden a su memoria las imágenes de aquella versión doméstica que no debía lastimar nuestra delgada curiosidad infantil mediatizada hacia la ignorancia.

En sus orígenes, “La bella durmiente” fue un cuento más complejo en el número y disposición de sus ingredientes. El óxido moral carcomió buena parte de su historia. Las modulaciones epocales destruyeron otra. Del texto original quedaron las migajas legibles para una sociedad reprimida que sólo quería escuchar lo que no comprometiera su estatus. La conveniencia de una narrativa de pocas secuencias –más “memorizable”– o los juegos editoriales para hacer “un libro por cuento” –con mayores ganancias– han arrasado la esencia primordial del texto. Cuando llegó a usted y a mí, sólo quedaban del banquete las briznas que las olas del tiempo no habían podido aniquilar: un cierto frescor, un cierto temor a los dioses, una cierta esperanza. Sí, amigo lector, usted y yo sólo supimos que había una vez un rey y una reina que no tenían hijos; que cuando al fin recibieron a una niña, invitaron a las siete hadas del reino para que otorgaran sus dones a la princesa; que olvidaron a una vieja hada, y ésta, en venganza por el desaire, condenó a la pequeña a que, cuando fuese doncella, se pinchara el dedo con un huso y muriera; que otra hada conjuró tal desgracia sustituyendo la muerte por un sueño de cien años del que sólo la despertaría un príncipe. Y que así sucedió… Una segunda parte con nuevas aventuras entre la princesa y su suegra da lugar a otra narración con final feliz. Es evidente que se trata de pequeñas secuencias que han florecido hacia muchos caminos. Pero la que ha llegado a nuestros días es la que Charles Perrault reorganizó con base no en la tradición oral, sino en antiguas colecciones librescas, como el Pentamerone de Gianbattista Basilio (1575), gran compilador de cuentos, pero no el único. Y, ¿cuál es la diferencia? Muchísima, querido lector, muchísima. En las versiones escritas –medievales y renacentistas–, aparecen dos variantes: en la primera, el príncipe que despierta a la joven se llama Azul (¿le es familiar este nombre?), pero en la segunda hay datos más profundos: el Príncipe Azul no sólo besa a la princesa: le hace el amor (por llamarle de alguna manera), pero sin despertarla… la preña… y ella da a luz sin dejar de dormir… y luego mantiene esta “relación” en secreto hasta que el rey, su padre, muere y el príncipe toma su lugar. ¿Qué le parece el tal Azul? Esta clase de situaciones, obviamente, no podían ser recogidas por Perrault, y las eliminó de inmediato, como se solía hacer con las narraciones medievales que eran, aun a la luz de nuestros días, bastante fuertecitas –un repaso a Boccaccio nos lo confirmaría de inmediato.

Pero los mitos no pueden ser desvirtuados. En 2002 Almodóvar, el genial cineasta español, realiza el guión y dirige HABLE CON ELLA, y allí recupera la historia original. Los símbolos son claros, las pasiones están presentes, los intereses sociales se evidencian, el amor y el desamor luchan a muerte… y los temores emergen. El tema está actualizado con nuestros prejuicios y con nuestras miserias sociales, intelectuales, políticas, y luego develado por la perspectiva personal con la que el artista nos lo muestra. Bien por Almodóvar, intelectual y artista que cumple con su compromiso social, y restituye a un momento histórico su auténtica concepción del mundo.

¿Me leerá el próximo domingo? Lo espero. Gracias.


(Publicada el 13 de julio de 2008)

lunes, 7 de julio de 2008

¡HEMOS SIDO ENGAÑADOS!


¡Buen domingo, querido lector! ¡Ay, amigo mío!, no quiero ser aguafiestas, pero tengo que decirle algo muy grave: ¡usted y yo hemos sido engañados! ¡Perdóneme, pero no puedo guardar el silencio que las buenas maneras ordenan!… ¡Hemos vivido en la creencia de una falacia! Sí, Caperucita Roja, la confiada niña que ha atravesado la espesura de los bosques de Francia, no es un personaje creado por Charles Perrault. ¡Tampoco lo fue Barba Azul! ¡Y lo peor!… ¡nuestra amada Cenicienta nunca surgió de la imaginación de aquel cuentista francés (1628-1703) que en el siglo xvii atizó con su pluma la curiosidad de sus lectores! Pues nada, ahora sabemos que sus más famosos personajes proceden de las antiguas tradiciones que narraban las viejas al pie del fogón, de los relatos interminables con que las niñeras intentaban dormir a los pequeños rebeldes en aquellos no tan oscuros años. Sí, amigo lector, ¡hemos sido engañados! Caperucita Roja no tiene trescientos cincuenta años: es más antigua que la sarna y ha sido tragada por el lobo más millones de veces de los que usted y yo suponíamos. ¡Esto no tiene nombre! Y permítame que le explique el porqué de mi indignación: como toda persona bien nacida, conservo mi edición de los CUENTOS de Perrault, y allí habitan, ¡como que la tengo enfrente!, los nueve clásicos: la Bella Durmiente del Bosque, Caperucita Roja, Barba Azul, el Gato con Botas, las Hadas, Cenicienta, Riquete el del Copete, Pulgarcito y Piel de Asno. Disculpe que le presuma: mi edición es de lujo, pero, como suele suceder con estas ediciones tan pomadosas, pues no tiene prólogo, ni unas miserables líneas que me hubieran alertado sobre quién recopiló ese palpitar del viento que llevaba y traía tantas historias que ya estaban “allí”, en el conocimiento de todos. Gran mérito el de Perrault, no cabe duda: a su esfuerzo filológico debemos la compilación de los textos más arraigados en la conciencia de nuestro más profundo imaginario al que, claro está, él le impuso su estilo y su estética. Hoy sabemos que también escribió alguno que otro cuento de su propia cosecha, pero… vaya usted a saber. ¡Yo ya no creo nada! Confieso que había imaginado a Perrault como al gran abuelo de cuya voz ensortijada iban desgranándose, como en una catarata infinita, los seres con los que había compartido los distintos momentos de su vida. Y me dirá usted: “Oye, Ana, pero, ¿quién te contó tamaño infundio?, ¿quién fracturó tu sueño?” Pues nada, querido lector, quién iba a ser sino un tipo odiosísimo que realizó un estudio muy prolijo y muy enjundioso relativo a las tradiciones orales del folklore francés. ¿Qué como se llama? Pues mire, sólo por tratarse de usted, que aguanta vara leyéndome pacientemente todos los domingos, voy a decírselo, que si no… El viejo horroroso se llama Paul Delarue, y el libro: LE CONTE POPULAIRE FRANÇAIS. CATALOGUE RAISONNÉ (Erasme, 1957). Y no le digo que se lo recomiendo porque no quiero que haga usted un entripado como el que yo he sufrido. Ya le sugeriré algo que no le destruya el ánimo.
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Pero esta experiencia me la tengo merecida por no haber recordado que lo que amamos en la infancia es demasiado adventicio y que se empoza en nuestro naciente espíritu de una manera irracional, tan sólo por costumbre, y las consecuencias son muy caras: justo lo que me acaba de pasar a mí al descubrir que fui engañada durante mis últimos trescientos cincuenta años. En fin, querido amigo, renovarse o morir, enfrentemos la verdad: la voz de los originales sentimientos, la de los ancestrales miedos, conlleva, desde sus prístinos orígenes, cadencias eternas que la emoción popular –natural y directa– recoge en su movible diapasón y envuelve en sedas o en harapos, en alegrías o en terrores, en risas o en desdichas, y las trasunta, según su momento, en personajes que no mueren, que tan sólo van modificando su vestimenta, su modo de sonreír, su manera de herir, sus razones para vivir. ¡Igualito que nosotros, querido lector, igualito que nosotros! Todo evoluciona. O, ¿no lo cree usted así? Volvamos, pues, a nuestros “cuentos infantiles” y encontremos en ellos, con el ritmo del Tiempo, el timbre de nuestra propia voz, y ¡a disfrutarlos!

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Y usted, querido lector, ¿me leerá el próximo domingo? Gracias. Espero no mentirle nunca. Bueno, eso espero.


(Publicada el 6 de julio de 2008)
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viernes, 4 de julio de 2008

EPICÚREOS

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Para Arturo Etienne
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¡Buen domingo, querido lector! Mi querido amigo Arturo Etienne, hoy de visita en la porteña Buenos Aires, ha definido dos escuelas filosóficas, ESTOICISMO Y EPICUREÍSMO, como “las dos líneas entre las que transita la vida del hombre”. En efecto, mi sabio amigo reconoce que ambas escuelas caen en la tentación por las perfecciones espirituales, sólo que… en el modo de tomar la copa se conoce al bebedor. A los ESTOICOS se les identifica con la ecuanimidad ante la desgracia, y la entereza frente a la fatalidad y sus avatares, pero, ¿y los EPICÚREOS? Me temo que mi amado Diccionario de la Academia, no nos va a sacar de este trance. Requeriremos de algo más particular. ¿Por qué? Pues porque la Academia ofrece definiciones generales que las obras especializadas explican con la adecuada amplitud. En el caso que comento, la Academia dice: “1. Que sigue la doctrina de Epicuro, filósofo ateniense del siglo IV a. C.
2. Propio de este filósofo. 3. Entregado a los placeres.” Es evidente que la tercera acepción puede ser desvirtuada si no escuchamos otras voces, como la muy autorizada de don José Ferrater Mora en su DICCIONARIO DE FILOSOFÍA:
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"La moral de Epicuro se funda en el placer considerado como serenidad del alma: se trata, en realidad, del placer material, pero de un placer duradero, que no se encuentra en la agitación y en la turbulencia orgiásticas, sino en la liberación de todo dolor, cuya mera supresión hace que el hombre no desee ya nada. El verdadero placer es, por lo tanto, el placer reposado, el equilibrio del cuerpo manifestado en la salud, y la capacidad de resistencia al dolor. [Los epicúreos eligen, entre los distintos dolores] el que pueda ser fuente de un placer superior [y prefieren, entre ellos, el que suprime] el temor a los dioses y a la muerte."
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El rasgo culminante del epicureísmo, que manifiesta su doctrina de los placeres “serenos y reposados”, es su convicción de que quien muere no debe sentir su desaparición ni en su vida ni después de ella…
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En efecto, ESTOICOS y EPICÚREOS fortalecen su espíritu para enfrentar los grandes miedos del hombre: los dioses, la muerte, el dolor, conceptos cuya riquísima semántica abarca, en su inagotable iridiscencia, desde las emociones y los sentimientos más comunes hasta las sensaciones más finas y agudas que el hombre sensible pueda sufrir o acepte padecer.
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Pero es necesario precisar las metas básicas entre ESTOICOS y EPICÚREOS. Los ESTOICOS buscan en su ser intrínseco la fortaleza para enfrentar todo suceso, y en ello fundamentan su existencia. Los epicúreos persiguen lo mismo, pero para llegar al “placer” de saberse vencedores de toda desgracia por medio del conocimiento de su cuerpo y de su mente y, con esta conciencia, mantenerse indiferentes a toda ambición o necesidad. Y éste es uno de sus mayores triunfos. Para los epicúreos, la filosofía es una suerte de panacea, y el filósofo una especie de médico del espíritu que conoce el camino hacia la felicidad –¿principio y fin de la vida? Como usted puede ver, querido lector, el tema conlleva mil caminos y requiere de una vida para clarificarlo. En favor de los epicúreos, conviene recordar que el ejercicio puntual de sus principios los constituyó en un ejemplo para sus contemporáneos. Su máxima primordial: “Debes comportarte siempre como si estuvieras frente a Epicuro”: disciplina muy exigente hasta para los epicúreos.

En cualquier caso, ambas escuelas ofrecen actitudes estéticas reveladoras de la fortaleza propia de espíritus superiores cuya meta primordial es el autoconocimiento para cumplir, de manera impecable, la función que el hombre debe desempeñar en el Universo.

Epicuro (341-270 a. C.) nació en Gargeto, Atenas, y pasó su juventud en Samos. En el año 306 fundó su escuela en un jardín donde desarrolló sus doctrinas. Su trascendencia llega a nosotros gracias a sus defensores. Me gustaría recomendarle el poema DE LA NATURALEZA DE LAS COSAS, del romano Tito Lucrecio Caro (96?-55? A.C.), texto estelar que promueve la doctrina de Epicuro, y es uno de los grandes poemas de la literatura latina. Pertenece a la colección Bibliotheca Scriptorvm Graecorvm et Romanorvm Mexicana, perteneciente al Centro de Estudios Clásicos del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.

¿Y me leerá el próximo domingo? Gracias. Lo espero.
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(Publicada el 29 de junio de 2008)
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